domingo, 25 de octubre de 2009
Ecce homo
¿Cómo se llega a ser lo que se es?
Por: Friedrich Nietzsche
(TEXTO INTEGRO para efectos netamente académicos)
Prólogo
1
Como preveo que dentro de poco tendré que dirigirme a la humanidad presentándole la más grave exigencia que jamás se le ha hecho, me parece indispensable decir quién soy yo. En el fondo sería lícito saberlo ya: pues no he dejado de «dar testimonio» de mí. Mas la desproporción entre la grandeza de mi tarea y la pequeñez de mis contemporáneos se ha pues¬to de manifiesto en el hecho de que ni me han oído ni tampoco me han visto siquiera. Yo vivo de mi propio crédito; ¿acaso es un mero prejuicio que yo vivo? Me basta hablar con cualquier «persona culta» de las que en verano vienen a la Alta Engadina para convencerme de que yo no vivo. En estas circunstancias existe un deber contra el cual se rebelan en el fondo mis hábitos y aún más el orgullo de mis instintos, a saber, el deber de decir: ¡Escuchadme, pues yo soy tal y tal. ¡Sobre todo, no me confundáis con otros!
2
Por ejemplo, yo no soy en modo alguno un espantajo, un monstruo de moral; yo soy incluso una naturaleza antitética de esa especie de hombres venerada hasta ahora como virtuosa. Dicho entre nosotros, a mí me parece que justo esto forma parte de mi orgullo. Yo soy un discípulo del filósofo Dioniso, preferiría ser un sátiro antes que un santo. Pero léase este escrito. Tal vez haya conseguido expresar esa antítesis de un modo jovial y afable, tal vez no tenga este es¬crito otro sentido que ése. La última cosa que yo pretendería sería «mejorar» a la humanidad. Yo no establezco ídolos nuevos, los viejos van a aprender lo que significa tener pies de barro. Derribar ídolos («ídolos» es mi palabra para decir «ideales»), eso sí forma ya parte de mi oficio. A la realidad se la ha despojado de su valor, de su sentido, de su veraci¬dad en la medida en que se ha fingido mentirosamente un mun¬do ideal. El «mundo verdadero» y el «mundo aparente»; dicho con claridad: el mundo fingido y la realidad. Hasta ahora la mentira del ideal ha constituido la maldición contra la realidad, la humanidad misma ha sido engañada y falsea¬da por tal mentira hasta en sus instintos más básicos hasta llegar a adorar los valores inversos de aquellos solos que habrían garantizado el florecimiento, el futuro, el elevado derecho al futuro.
3
Quien sabe respirar el aire de mis escritos sabe que es un aire de alturas, un aire fuerte. Es preciso estar hecho para ese aire, de lo contrario se corre el no pequeño peligro de resfriarse en él. El hielo está cerca, la soledad es inmensa; ¡mas qué tranquilas yacen todas las cosas en la luz!, ¡con qué liber¬tad se respira!, ¡cuántas cosas sentimos debajo de nosotros! La filosofía, tal como yo la he entendido y vivido hasta ahora, es vida voluntaria en el hielo y en las altas montañas: búsqueda de todo lo problemático y extraño que hay en el existir, de todo lo proscrito hasta ahora por la moral. Una prolongada experiencia, proporcionada por ese caminar en lo prohibido, me ha enseñado a contemplar las causas a partir de las cuales se ha moralizado e idealizado hasta ahora, de un modo muy distinto a como tal vez se desea: se me han puesto al descubierto la historia oculta de los filósofos, la sicología de sus grandes nombres. ¿Cuánta verdad soporta, cuánta verdad osa un espíritu? Esto fue convirtiéndose cada vez más, para mí, en la auténtica unidad de medida. El error (el creer en el ideal) no es ceguera, el error es cobardía. Toda conquista, todo paso adelante en el conocimiento es consecuencia del coraje, de la dureza consigo mismo, de la limpieza consigo mismo. Yo no refuto los ideales, ante ellos, simplemente, me pongo los guantes. Nitimur in vetitum [nos lanzamos hacia lo prohibido]: bajo este signo vencerá un día mi filosofía, pues hasta ahora lo único que se ha prohibido siempre, por principio, ha sido la verdad.
4
Entre mis escritos ocupa mi Zaratustra un lugar aparte. Con él he hecho a la humanidad el mayor regalo que hasta ahora ésta ha recibido. Este libro, dotado de una voz que atraviesa milenios, no es sólo el libro más elevado que existe. El auténtico libro del aire de alturas –todo lo hecho «hombre» yace a enorme distancia por debajo de él– es también el libro más profundo, nacido de la riqueza más íntima de la verdad, un pozo inagotable al que ningún cubo desciende sin subir lleno de oro y de bondad. No habla en él un «profeta», uno de esos espantosos híbridos de enfermedad y de voluntad de poder denominados fundadores de religiones. Es preciso ante todo oír bien el sonido que sale de esa boca, ese sonido alciónico, para no ser lastimosamente injustos con el sentido de su sabiduría. «Las palabras más silenciosas son las que traen la tempestad. Pensamientos que caminan con pies de paloma dirigen el mundo.»
Los higos caen de los árboles, son buenos y dulces; y, conforme caen, su roja piel se abre. Un viento del norte soy yo para higos maduros. Así, cual higos, caen estas enseñanzas hasta vosotros, amigos míos: ¡bebed su jugo y su dulce carne! Nos rodea el otoño, y el cielo puro, y la tarde.
No habla aquí un fanático, aquí no se «predica», aquí no se exige fe: desde una infinita plenitud de luz y una infinita profundidad de dicha va cayendo gota tras gota, palabra tras palabra, una delicada lentitud es el tempo [ritmo] propio de estos discursos. Algo así llega tan sólo a los elegidos entre todos; constituye un privilegio sin igual el ser oyente aquí; nadie es dueño de tener oídos para escuchar a Zaratustra... ¿No es Zaratustra, con todo esto, un seductor?... ¿Qué es, sin embargo, lo que él mismo dice cuando por vez primera retorna a su soledad? Exactamente lo contrario de lo que en tal caso diría cualquier «sabio», «santo», «redentor del mundo» y otros decadente [decadentes] No sólo habla de manera distinta, sino que también es distinto.
¡Ahora yo me voy solo, discípulos míos! ¡También vosotros os vais ahora solos! Así lo quiero yo.
En verdad, éste es mi consejo: ¡Alejaos de mí y guardaos de Zaratustra! Y aun mejor: ¡avergonzaos de él! Tal vez os ha engañado. El hombre del conocimiento no sólo tiene que poder amar a sus enemigos, tiene también que poder odiar a sus amigos.
Se recompensa mal a un maestro si se permanece siempre discípulo. ¿Y por qué no vais a deshojar vosotros mi corona?
Vosotros me veneráis: pero ¿qué ocurrirá si un día vuestra veneración se derrumba? ¡Cuidad de que no os aplaste una estatua! ¿Decís que no creéis en Zaratustra? ¡Mas qué importa Zaratustra! Vosotros sois mis creyentes, ¡mas qué importan todos los creyentes!
No os habíais buscado aún a vosotros: entonces me encontras¬teis. Así hacen todos los creyentes: por eso vale tan poco toda fe. Ahora os ordeno que me perdáis a mí y que os encontréis a vosotros; y sólo cuando todos hayáis renegado de mi volveré entre vosotros.
Friedrich Nietzsche
En este día perfecto en que todo madura y no sólo la uva toma un color oscuro acaba de posarse sobre mi vida un rayo de sol: he mirado hacia atrás, he mirado hacia delante, y nunca había visto de una sola vez tantas y tan buenas cosas. No en vano he dado hoy sepultura a mi cuadragésimo año, me era lícito darle sepultura, - lo que en él era vida está sal¬vado, es inmortal. La Transvaloración de todos los valores, los Ditirambos de Dioniso y, como recreación, el Crepúsculo de los ídolos ¡todo, regalos de este año, incluso de su último trimestre! ¿Cómo no había yo de estar agradecido a mi vida entera? Y así me cuento mi vida a mí mismo.
Por qué soy tan sabio
1
La felicidad de mi existencia, tal vez su carácter único, se debe a su fatalidad: yo, para expresarme en forma enigmática, como mi padre ya he muerto, y como mí madre vivo to¬davía y voy haciéndome viejo. Esta doble procedencia, por así decirlo, del vástago más alto y del más bajo en la escala de la vida, este ser décadent y a la vez comienzo. Esto, si algo, es lo que explica aquella neutralidad, aquella ausencia de partidismo en relación con el problema global de la vida, que acaso sea lo que a mí me distingue. Para captar los signos de elevación y de decadencia poseo yo un olfato más fino que el que hombre alguno haya tenido jamás, en este asunto yo soy el maestro par excellence [por excelencia], conozco ambas cosas, soy ambas cosas. Mi padre murió a los treinta y seis años: era delicado, amable y enfermizo, como un ser destinado tan sólo a pasar de largo, más una bondadosa evoca¬ción de la vida que la vida misma. En el mismo año en que su vida se hundió, se hundió también la mía: en el año trigésimo sexto de mi existencia llegué al punto más bajo de mi vitalidad: aún vivía, pero no veía tres pasos delante de mí. Entonces –era el año 1879– renuncié a mi cátedra de Basilea, sobreviví durante el verano, parecido a una sombra, en St. Moritz, y el invierno siguiente, el invierno más pobre de sol de toda mi vida, lo pasé, siendo una sombra, en Naumburgo. Aquello fue mi mínimum: El caminante y su sombra nació entonces. Indudablemente, yo entendía entonces de sombras. Al invierno siguiente, mi primer invierno genovés, aquella dulcificación y aquella espiritualización que están casi condicionadas por una extrema pobreza de sangre y de músculos produjeron Aurora. La perfecta luminosidad y la jovialidad, incluso exuberancia de espíritu, que la citada obra refleja se compaginan en mí no sólo con la más honda debilidad fisiológica, sino incluso con un exceso de sentimiento de dolor. En medio de los suplicios que trae consigo un dolor cerebral ininterrumpido durante tres días, acompañado de un penoso vómito mucoso, poseía yo una claridad dialéctica par excellence y meditaba con gran sangre fría sobre cosas a propósito de las cuales no soy, en mejores con¬diciones de salud, bastante escalador, bastante refinado, bastante frío. Mis lectores tal vez sepan hasta qué punto considero yo la dialéctica como síntoma de décadence, por ejemplo en el caso más famoso de todos: en el caso de Sócrates. Todas las molestias producidas al intelecto por la enfermedad, incluso aquel semiaturdimiento que la fiebre trae consigo, han sido hasta hoy cosas completamente extrañas a mí, por los libros he tenido yo que informarme acerca de su naturaleza y su frecuencia. Mi sangre circula lentamente. Nadie ha podido comprobar nunca fiebre en mí. Un médico que me trató largo tiempo como enfermo de los nervios acabó por decirme: «¡No! A los nervios de usted no les pasa nada, yo soy el único que está enfermo.» Imposible demostrar ninguna degeneración local en mí; ninguna dolencia estomacal de origen orgánico, aun cuando siempre padezco, como consecuencia del agotamiento general, la más profunda debilidad del sistema gástrico. También la dolencia de la vista, que a veces se aproxima peligrosamente a la ceguera, es tan sólo una consecuencia, no una causa: de tal manera que con todo incremento de fuerza vital se ha incrementado también mi fuerza visual. Recobrar la salud significa en mí una serie larga, demasiado larga, de años, también significa a la vez, por desgracia, recaída, hundimiento, periodicidad de una especie de décadence. Después de todo esto, ¿necesito decir que yo soy experto en cuestiones de décadence? La he deletreado hacia delante y hacia atrás. Incluso aquel afiligranado arte del captar y comprender en general, aquel tacto para percibir nuances [matices], aquella sicología del «mirar por detrás de la esquina» y todas las demás cosas que me son propias no las aprendí hasta entonces, son el auténtico regalo de aquella época, en la cual se refinó todo dentro de mí, la observación misma y todos los órganos de ella. Desde la óptica del enfermo elevar la vista hacia conceptos y valores más sanos, y luego, a la inversa, desde la plenitud y autoseguridad de la vida rica bajar los ojos hasta el secreto trabajo del instinto de décadence. Este fue mi más largo ejercicio, mi auténtica experiencia, si en algo, en esto fue en lo que yo llegué a ser maestro. Ahora lo tengo en la mano, poseo mano para dar la vuelta a las perspectivas: primera razón por la cual acaso únicamente a mí me sea posible en absoluto una «transvalora¬ción de los valores.»
2
Descontado, pues, que soy un décadent, soy también su antítesis. Mi prueba de ello es, entre otras, que siempre he elegido instintivamente los remedios justos contra los estados malos; en cambio, el décadent en sí elige siempre los medios que lo perjudican. Como summa summarum [conjunto] yo estaba sano; como ángulo, como especialidad, yo era décadent. Aquella energía para aislarme y evadirme absolutamente de las condiciones habituales, el haberme forzado a mí mismo a no dejarme cuidar, servir, medicar. Esto revela la incondicional certeza instintiva sobre lo que yo necesitaba entonces ante todo. Me puse a mí mismo en mis manos, me sané yo a mí mismo: la condición de ello –cual¬quier fisiólogo lo concederá– es estar sano en el fondo. Un ser típicamente enfermizo no puede sanar, aun menos sanarse él a sí mismo; para un ser típicamente sano, en cambio, el estar enfermo puede constituir incluso un enérgico estimulante para vivir, para más-vivir. Así es como de hecho se me presenta ahora aquel largo período de enfermedad: por así decirlo, descubrí de nuevo la vida, y a mí mismo incluido, saboreé todas las cosas buenas e incluso las cosas pequeñas como no es fácil que otros puedan saborearlas; convertí mi voluntad de salud, de vida, en mi filosofía. Pues préstese atención a esto: los años de mi vitalidad más baja fueron los años en que dejé de ser pesimista: el instinto de autorrestablecimiento me prohibió una filosofía de la pobreza y del desaliento. ¿Y en qué se reconoce en el fondo la buena constitución? En que un hombre bien constituido hace bien a nuestros sentidos, en que está tallado de una madera que es, a la vez, dura, suave y olorosa. A él le gusta sólo lo que le resulta saludable; su agrado, su placer, cesan cuando se ha rebasado la medida de lo saludable. Adivina remedios curativos contra los daños, saca ventaja de sus contrariedades; lo que no lo mata lo hace más fuerte. Instintivamente forma su síntesis con todo lo que ve, oye, vive: es un principio de selección, deja caer al suelo muchas cosas. Se encuentra siempre en su compañía, se relacione con libros, con hombres o con paisajes, él honra al elegir, al admitir, al confiar. Reacciona con lentitud a toda es¬pecie de estímulos, con aquella lentitud que una larga cautela y un orgullo querido le han inculcado, examina el estímulo que se acerca, está lejos de salir a su encuentro. No cree ni en la «desgracia» ni en la «culpa», liquida los asuntos pendientes consigo mismo, con los demás, sabe olvidar, es bastante fuerte para que todo tenga que ocurrir de la mejor manera para él. Y bien, yo soy todo lo contrario de un décadent, pues acabo de describirme.
3
Considero un gran privilegio el haber tenido el padre que tuve: los campesinos a quienes él predicaba –pues los últimos años fue predicador, tras haber vivido algunos años en la corte de Altenburgo– decían que un ángel habría de tener sin duda un aspecto similar. Y con esto toco el problema de la raza. Yo soy un aristócrata polaco pur sang [pura sangre], al que ni una sola gota de sangre mala se le ha mezclado, y menos que ninguna, sangre alemana. Cuando busco la antítesis más profunda de mí mismo, la incalculable vulgaridad de los instintos, encuentro siempre a mi madre y a mi hermana. Creer que yo estoy emparentado con tal canaille [gentuza] sería una blasfemia contra mi divinidad. El trato que me dan mi madre y mi hermana, hasta este momento, me inspira un horror indecible: aquí trabaja una perfecta máquina infernal, que conoce con seguridad infalible el instante en que es posible herirme cruentamente, en mis instantes supremos, pues entonces falta toda fuerza para defenderse contra gusanos venenosos. La contigüidad fisiológica hace posible tal disharmonia praestabilita [desarmonía preestablecida] Confieso que la objeción más honda contra el «eterno retorno», que es mi pensamiento auténticamente abismal, son siempre mi madre y mi hermana. Mas también en cuanto polaco soy yo un atavismo inmenso. Siglos habría que retroceder para encontrar a esta raza, la más noble que ha existido en la tierra, con la misma pureza de instintos con que yo la represento. Frente a todo lo que hoy se llama noblesse [aristocracia] abrigo yo un soberano sentimiento de distinción; al joven kaiser alemán no le concedería yo el honor de ser mi cochero. Existe un solo caso en que yo reconozco a mi igual, lo confieso con profunda gratitud. La señora Cósima Wagner es, con mucho, la naturaleza más aristocrática; y, para no decir una palabra de menos, afirmo que Richard Wagner ha sido, con mucho, el hombre más afín a mí. Lo demás es silencio. Todos los conceptos dominantes acerca de grados de parentesco son un insuperable contrasentido fisiológico. El Papa hace negocio todavía hoy con ese contrasentido. Con quien menos se está emparentado es con los propios padres: estar emparentado con ellos constituiría el signo extremo de vulgaridad. Las naturalezas superiores tienen su origen en algo infinitamente anterior y para llegar a ellas ha sido necesario estar reuniendo, ahorrando, acumulando durante larguísimo tiempo. Los grandes individuos son los más antiguos: yo no lo entiendo, pero Julio César podría ser mi padre, o Alejandro, ese Dioniso de carne y hueso. En el instante en que escribo esto me trae el correo una cabeza de Dioniso.
4
No he entendido jamás el arte de predisponer a los demás contra mí –también esto lo debo a mi incomparable padre– ni aun en los casos en que ello me parecía de gran valor. Ni siquiera yo he estado nunca predispuesto contra mí, aunque ello pueda parecer muy poco cristiano. Puede darse la vuelta a mi vida por un lado y por otro, en ella no se encontrarán, descontado aquel único caso, huellas de que alguien haya abrigado una voluntad malvada contra mí, pero sí, tal vez, demasiadas huellas de buena voluntad. Mis experiencias, incluso con personas con quienes todo el mundo tiene malas experiencias, hablan siempre sin excepción en favor de ellas; yo domestico a todos los osos, yo vuelvo educados incluso a los bufones. Durante los siete años en que yo enseñé griego en la clase superior del Pádagogium de Basilea no tuve ningún pretexto para imponer castigo alguno; los alumnos más holgazanes se volvían laboriosos conmigo. Siempre estoy a la altura del azar; para ser dueño de mí he de estar desprevenido. Sea cual sea el instrumento, y aunque esté tan desafinado como sólo el instrumento «hombre» puede llegar a estarlo, enfermo tendría yo que encontrarme para no conseguir arrancar de él algo digno de ser escuchado. Y cuántas veces he oído decir a los propios «instrumentos» que nunca antes se habían escuchado ellos así de ese modo. Quizás a quien más bellamente se lo oí decir fue a Heinrich von Stein, muerto imperdonablemente joven, quien en una ocasión, tras haber solicitado y obtenido cuidadosamente permiso, apareció por tres días en Sils-María declarando a todo el mundo que él no venía a causa de la Engadina. Esta excelente persona, que se había zambullido en la ciénaga de Wagner –¡y además también en la de Dühring!– con toda la impetuosa simpleza de un Junker [hidalgo] prusiano, quedó como transformado durante aquellos tres días por un vendaval de libertad, semejante a alguien que de repente es elevado hasta su altura y a quien le crecen alas. Yo no dejaba de decirle que esto se debía al buen aire de aquí arriba y que le pasaba a todo el mundo, pues no en vano se está a seis mil pies por encima de Bayreuth, pero no quería creérmelo. Si, a pesar de todo, se han cometido conmigo algunas infamias pequeñas y grandes, el motivo de cometerlas no fue «la voluntad» y mucho menos la voluntad malvada: tendría que quejarme más bien –acabo de insi¬nuarlo-- de la buena voluntad, la cual ha producido en mi vida trastornos nada pequeños. Mis experiencias me dan derecho a desconfiar en general de los llamados impulsos «desinteresados», de todo el «amor al prójimo», siempre dispuesto a dar consejos y a intervenir. Lo considero en sí como debilidad, como caso particular de la incapacidad para re¬sistir a los estímulos, sólo entre los decadentes se califica de virtud a la compasión. A los compasivos yo les reprocho el que con facilidad pierden el pudor, el respeto, el sentimiento de delicadeza ante las distancias, el que la compasión apesta enseguida a plebe y se asemeja a los malos modales, hasta el punto de confundirse con ellos; el que, en ocasiones, ma¬nos compasivas pueden ejercer una influencia verdadera¬mente destructora en un gran destino, en un aislamiento en¬tre heridas, en un privilegio a la culpa grave. Cuento entre las virtudes aristocráticas la superación de la compasión: con el título «La tentación de Zaratustra» he descrito poética¬mente un caso en el cual un gran grito de socorro llega has¬ta él cuando la compasión, como un pecado último, quiere asaltarlo y hacerlo infiel a sí mismo. Permanecer aquí dueño de la situación, lograr aquí que la altura de la tarea propia permanezca limpia de los impulsos mucho más bajos y mu¬cho más miopes que actúan en las llamadas acciones desin¬teresadas, ésta es la prueba, acaso la última prueba, que un Zaratustra tiene que rendir su auténtica demostración de fuerza.
5
Todavía hay otro punto en el que, una vez más, yo soy mera¬mente mi padre y, por así decirlo, su supervivencia tras una muerte demasiado prematura. Semejante a todo aquel que nunca ha vivido entre sus iguales y a quien el concepto de «ajuste de cuentas» le resulta tan inaccesible como, por ejemplo, el concepto de «igualdad de derechos» en los casos en que se comete conmigo una estupidez pequeña o muy grande yo me prohíbo toda contramedida, toda medida de protección; como es obvio, también toda defensa, toda «justificación» Mi forma de saldar cuentas consiste en en¬viar como respuesta a la tontería, lo más pronto posible, algo inteligente: acaso así sea posible repararla todavía. Dicho en imágenes: envío una caja de confites para desembarazarme de una historia agria. Basta con que a mí se me haga algo malo para que yo «ajuste cuentas», de eso estese seguro: pron¬to encuentro una ocasión para expresar mi gratitud al «malhechor» (a veces incluso por su infamia) o para pedirle algo, lo que puede resultar más cortés que el dar algo. Me parece asimismo que la palabra más grosera, la carta más grosera son mejores, son más educadas que el silencio. A quienes ca¬llan les faltan casi siempre finura y gentileza de corazón; callar es una objeción, tragarse las cosas produce necesariamente un mal carácter, estropea incluso el estómago. Todos los que se callan son dispépticos. Como se ve, yo no quisiera que se infravalorase la grosería, ella es con mucho la forma más hu¬mana de la contradicción y, en medio de la molicie moderna, una de nuestras primeras virtudes. Cuando se es lo bastante rico para permitírselo, constituye incluso una felicidad el no estar en lo justo. A un dios que bajase a la tierra no le sería líci¬to hacer otra cosa que injusticias, tomar sobre sí no la pena, sino la culpa, es lo que sería divino.
6
El estar libre de resentimiento, el conocer con claridad el re¬sentimiento ¡quién sabe hasta qué punto también en esto debo yo estar agradecido, en definitiva, a mi larga enferme¬dad! El problema no es precisamente sencillo: es necesario haberlo vivido desde la fuerza y desde la debilidad. Si algo hay que objetar en absoluto al estar enfermo, al estar débil, es que en ese estado se reblandece en el hombre el auténtico instinto de salud, es decir, el instinto de defensa y de ataque. No sabe uno desembarazarse de nada, no sabe uno liquidar ningún asunto pendiente, no sabe uno rechazar nada, todo hiere. Personas y cosas nos importunan molestamente, las vivencias llegan muy hondo, el recuerdo es una herida purulenta. El propio estar enfermo es una especie de resentimien¬to. Contra esto el enfermo no tiene más que un gran reme¬dio: yo lo llamo el fatalismo ruso, aquel fatalismo sin rebe¬lión que hace que un soldado ruso a quien la campaña le resulta demasiado dura acabe por tenderse en la nieve. No aceptar ya absolutamente nada, no tomar nada, no acoger nada dentro de sí, no reaccionar ya en absoluto. La gran razón de este fatalismo, que no siempre es tan sólo el coraje para la muerte, en cuanto conservador de la vida en las cir¬cunstancias más peligrosas para ésta, consiste en reducir el metabolismo, en tornarlo lento, en una especie de voluntad de letargo invernal. Unos cuantos pasos más en esta lógica y tenemos el faquir, que durante semanas duerme en una tumba. Puesto que nos consumiríamos demasiado pronto si llegásemos a reaccionar, ya no reaccionamos: ésta es la ló¬gica. Y con ningún fuego se consume uno más velozmente que con los afectos de resentimiento. El enojo, la susceptibi¬lidad enfermiza, la impotencia para vengarse, el placer y la sed de venganza, el mezclar venenos en cualquier sentido para personas extenuadas es ésta, sin ninguna duda, la for¬ma más perjudicial de reaccionar: ella produce un rápido desgaste de energía nerviosa, un aumento enfermizo de se¬creciones nocivas, de bilis en el estómago, por ejemplo. El resentimiento constituye lo prohibido en sí para el enfermo: su mal, por desgracia también su tendencia más natural. Esto lo comprendió aquel gran fisiólogo que fue Buda. Su «religión», a la que sería mejor calificar de higiene, para no mezclarla con casos tan deplorables como es el cristianismo, hacía depender su eficacia de la victoria sobre el resenti¬miento: liberar el alma de él, primer paso para curarse. «No se pone fin a la enemistad con la enemistad, sino con la amistad»; esto se encuentra al comienzo de la enseñanza de Buda; así no habla la moral, así habla la fisiología. El re¬sentimiento, nacido de la debilidad, a nadie resulta más per¬judicial que al débil mismo. En otro caso, cuando se trata de una naturaleza rica, constituye un sentimiento superfluo, un sentimiento tal que dominarlo es casi la demostración de la riqueza. Quien conoce la seriedad con que mi filosofía ha emprendido la lucha contra los sentimientos de venganza y de rencor, incluida también la doctrina de la «libertad de la voluntad» –la lucha contra el cristianismo es sólo un caso particular de ello–, entenderá por qué yo saco a luz, precisa¬mente aquí, mi comportamiento personal, mi seguridad ins¬tintiva en la práctica. En los períodos de décadence yo me prohibía aquellos sentimientos por perjudiciales; tan pronto como la vida volvió a ser suficientemente rica y orgullosa para ello, me los prohibí por situados debajo de mí. Aquel fatalismo ruso de que antes he hablado se ha puesto en mí de manifiesto en el hecho de que durante años me he aferrado tenazmente a situaciones, a lugares, a viviendas y compañías casi insoportables, una vez que, por azar, estaban dados; esto era mejor que cambiarlos, que sentir que eran cambiables, que rebelarse contra ellos. El perturbarme en ese fatalismo, el despertarme con violencia eran cosas que yo entonces tomaba mortalmente a mal: en verdad ello era también siempre mortalmente peligroso. Tomarse a sí mis¬mo como un fatum [destino], no quererse «distinto», en ta¬les circunstancias esto constituye la gran razón misma.
7
Otra cosa es la guerra. Por naturaleza soy belicoso. Atacar forma parte de mis instintos. Poder ser enemigo presupone tal vez una naturaleza fuerte; en cual¬quier caso es lo que ocurre en toda naturaleza fuerte. Ésta necesita resistencias y, por lo tanto, busca la resistencia: el pathos agresivo forma parte de la fuerza con igual necesidad con que el sentimiento de venganza y de rencor forma parte de la debilidad. La mujer, por ejemplo, es vengativa: esto vie¬ne condicionado por su debilidad, lo mismo que viene condicionado por ella su excitable sensibilidad para la indigen¬cia ajena. La fortaleza del agresor encuentra una especie de medida en los adversarios que él necesita; todo crecimiento se delata en la búsqueda de un adversario –o de un proble¬ma más potente– pues un filósofo que sea belicoso reta a duelo también a los problemas. La tarea no consiste en do¬minar resistencias en general, sino en dominar aquellas frente a las cuales hay que recurrir a toda la fuerza propia, a toda la agilidad y maestría propias en el manejo de las ar¬mas, en dominar a adversarios iguales a nosotros. Igual¬dad con el enemigo, primer supuesto de un duelo honesto. Cuando lo que se siente es desprecio, no se puede hacer la guerra; cuando lo que se hace es mandar, contemplar algo por debajo de sí, no hay que hacerla. Mi práctica bélica puede resumirse en cuatro principios. Primero: yo sólo ata¬co causas que triunfan; en ocasiones espero hasta que lo consiguen. Segundo: yo sólo ataco causas cuando no voy a encontrar aliados, cuando estoy solo, cuando me compro¬meto exclusivamente a mí mismo. No he dado nunca un paso en público que no me comprometiese; éste es mi crite¬rio del obrar justo. Tercero: yo no ataco jamás a personas, me sirvo de la persona tan sólo como de una poderosa lente de aumento con la cual puede hacerse visible una situación de peligro general, pero que se escapa, que resulta poco apre¬hensible. Así es como ataqué a David Strauss, o, más exac¬tamente, el éxito, en la «cultura» alemana, de un libro de debilidad senil. A esta cultura la sorprendí en flagrante delito. Así es como ataqué a Wagner, o, más exactamente, la falsedad, la bastardía de instintos de nuestra «cultura», que confunde a los refinados con los ricos, a los epígonos con los grandes. Cuarto: yo sólo ataco causas cuando está excluida cualquier disputa personal, cuando está ausente todo tras¬fondo de experiencias penosas. Al contrario, en mí atacar re¬presenta una prueba de benevolencia y, en ocasiones, de gra¬titud. Yo honro, yo distingo al vincular mi nombre al de una causa, al de una persona: a favor o en contra; para mí esto es aquí igual. Si yo hago la guerra al cristianismo, ello me está permitido porque por esta parte no he experimentado ni contrariedades ni obstáculos; los cristianos más serios han sido siempre benévolos conmigo. Yo mismo, adversario de rigueur [de rigor] del cristianismo, estoy lejos de guardar rencor al individuo por algo que es la fatalidad de milenios.
8
¿Me es lícito atreverme a señalar todavía un último rasgo de mi naturaleza, el cual me ocasiona una dificultad nada pe¬queña en el trato con los hombres? Mi instinto de limpieza posee una susceptibilidad realmente inquietante, de modo que percibo fisiológicamente –huelo– la proximidad o –¿qué digo?– lo más íntimo, las «vísceras» de toda alma. Esta sen¬sibilidad me proporciona antenas psicológicas con las cuales palpo todos los secretos y los aprisiono con la mano: ya casi al primer contacto cobro consciencia de la mucha suciedad escondida en el fondo de ciertas naturalezas, debida acaso a la mala sangre, pero recubierta de barniz por la educación. Si mis observaciones son correctas, también esas naturale¬zas insoportables para mi limpieza perciben, por su lado, mi previsora náusea frente a ellas; pero su olor no por esto me¬jora. Como me he habituado a ello desde siempre –una ex¬tremada pureza conmigo mismo constituye el presupuesto de mi existir, yo me muero en situaciones sucias–, nado y me baño y chapoteo de continuo, si cabe la expresión, en el agua, en cualquier elemento totalmente transparente y lumi¬noso. Esto hace que el trato con seres humanos sea para mí una prueba nada pequeña de paciencia; mi humanitarismo no consiste en participar del sentimiento de cómo es el hom¬bre, sino en soportar el que yo participe de ese sentimiento. Mi humanitarismo es una permanente victoria sobre mí mismo. Pero yo necesito soledad, quiero decir, curación, retorno a mí mismo, respirar un aire libre, ligero y jugue¬tón. Todo mi Zaratustra es un ditirambo a la soledad o, si se me ha entendido, a la pureza... Por suerte, no a la estupidez pura. Quien tenga ojos para percibir colores, calificará de diamantino al Zaratustra. La náusea que el hombre, que el «populacho» me producen ha sido siempre mi máximo peli¬gro. ¿Queréis escuchar las palabras con que Zaratustra ha¬bla de la redención de la náusea?
¿Qué me ocurrió, sin embargo? ¿Cómo me redimí de la náusea? ¿Quién rejuveneció mis ojos? ¿Cómo volé hasta la altura en la que ninguna chusma se sienta ya junto al pozo? ¿Mi propia náusea me proporcionó alas y me dio fuerzas que pre¬sienten las fuentes? ¡En verdad, hasta lo más alto tuve yo que volar para reencontrar el manantial del placer!
¡Oh, lo encontré, hermanos míos! ¡Aquí en lo más alto brota para mí el manantial del placer! ¡Y hay una vida de la cual no bebe la chusma con los demás!
¡Casi demasiado violenta resulta tu corriente para mí, fuente del placer! ¡Y a menudo has vaciado de nuevo la copa queriendo lle¬narla!
Y todavía tengo que aprender a acercarme a ti con mayor modes¬tia: con demasiada violencia corre aún mi corazón a tu encuentro.
Mi corazón, sobre el que arde mi verano, el breve, ardiente, me¬lancólico, sobre bienaventurado: ¡cómo apetece mi corazón estival tu frescura!
¡Disipada se halla la titubeante tribulación de mi primavera! ¡Pa¬sada está la maldad de mis copos de nieve de junio! ¡En verano me he transformado enteramente y en mediodía de verano!
Un verano en lo más alto, con fuentes frías y silencio bienaventu¬rado: ¡oh, venid, amigos míos, para que el silencio resulte todavía más bienaventurado!
Pues ésta es nuestra altura y nuestra patria: en un lugar demasia¬do alto y abrupto habitamos nosotros aquí para todos los impuros y para su sed.
¡Lanzad vuestros ojos puros en el manantial de mi placer, amigos míos! ¡Cómo habría él de enturbiarse por ello! ¡En respuesta os rei¬rá con su pureza!
En el Árbol Futuro construimos nosotros nuestro nido; ¡águilas deben traernos en sus picos alimento a nosotros los solitarios!
¡En verdad, no un alimento del que también a los impuros les esté permitido comer! ¡Fuego creerían devorar, y se abrasarían los hoci¬cos!
¡En verdad, aquí no tenemos preparadas moradas para impuros! ¡Una caverna de hielo significaría para sus cuerpos nuestra felici¬dad, y para sus espíritus!
Y cual vientos fuertes queremos vivir por encima de ellos, veci¬nos de las águilas, vecinos de la nieve, vecinos del sol: así es como viven los vientos fuertes.
E igual que un viento quiero yo soplar todavía alguna vez entre ellos, y con mi espíritu cortar la respiración a su espíritu: así lo quie¬re mi futuro.
En verdad, un viento fuerte es Zaratustra para todas las hondo¬nadas; y este consejo da a sus enemigos y a todo lo que esputa y escupe: «¡Guardaos de escupir contra el viento!»
Por qué soy yo tan inteligente
1
¿Por qué sé algunas cosas más? ¿Porqué soy en abso¬luto tan inteligente? No he reflexionado jamás sobre proble¬mas que no lo sean; no me he malgastado. Por ejemplo, no conozco por experiencia propia dificultades genuinamente religiosas. Se me ha escapado del todo hasta qué punto debía yo ser «pecador» Asimismo me falta un criterio fiable sobre lo que es remordimiento de conciencia: por lo que de él se oye decir, no me parece que sea nada estimable. Yo no querría dejar en la estacada a una acción tras haberla hecho, en la cuestión de su valor preferiría dejar totalmente al mar¬gen el mal éxito de esa acción, sus consecuencias. Cuando las cosas salen mal, se pierde con demasiada facilidad la visión correcta de lo que se hizo: un remordimiento de conciencia me parece una especie de «mal de ojo» Respetar tanto más en nosotros algo que ha fallado porque ha fallado. Esto, antes bien, forma parte de mi moral. «Dios», «inmortalidad del alma», «redención», «más allá», todos estos son conceptos a los que no he dedicado ninguna atención, tam¬poco ningún tiempo, ni siquiera cuando era niño. ¿Acaso no he sido nunca bastante pueril para hacerlo? El ateísmo yo no lo conozco en absoluto como un resultado, aun menos como un acontecimiento: en mí se da por supuesto, instinti¬vamente. Soy demasiado curioso, demasiado problemático, demasiado altanero para que me agrade una respuesta bur¬da. Dios es una respuesta burda, una indelicadeza contra nosotros los pensadores; incluso en el fondo no es nada más que una burda prohibición que se nos hace: ¡no debéis pensar! Muy de otro modo me interesa una cuestión de la cual, más que de ninguna rareza de teólogos, depende la «sal¬vación de la humanidad»: el problema de la alimentación. Prácticamente puede formulárselo así: «¿Cómo tienes que alimentarte precisamente tú para alcanzar tu máximo de fuerza, de virtù [vigor] al estilo del Renacimiento, de virtud exenta de moralina?» Mis experiencias en este punto son las peores posible; estoy asombrado de haber percibido tan tar¬de esta cuestión, de haber aprendido «razón» tan tarde de estas experiencias. Únicamente la completa nulidad de nuestra cultura alemana –su «idealismo»– me explica en cierto modo por qué, justo en este punto, he sido yo tan re¬trasado que lindaba con la santidad. Esta «cultura», que des¬de el principio enseña a perder de vista las realidades para andar a la caza de metas completamente problemáticas, de¬nominadas metas «ideales», por ejemplo la «cultura clási¬ca»: ¡como si de antemano no estuviera condenado el unir «clásico» y «alemán» en un único concepto! Es más, esto produce risa –¡imaginemos un ciudadano de Leipzig con «cultura clásica»! De hecho, hasta que llegué a los años de mi plena madurez yo he comido siempre y únicamente mal expresado en términos morales, he comido «impersonal¬mente», «desinteresadamente», «altruísticamente», a la sa¬lud de los cocineros y otros compañeros en Cristo. Por ejem¬plo, yo negué muy seriamente mi «voluntad de vida» a causa de la cocina de Leipzig, simultánea a mi primer estudio de Schopenhauer (1865) Con la finalidad de alimentarse de modo insuficiente, estropearse además el estómago; este proble¬ma me parecía maravillosamente resuelto por la citada coci¬na (se dice que el año 1866 ha producido un cambio en este terreno.) Pero la cocina alemana en general, ¡cuántas cosas no tiene sobre su conciencia! ¡La sopa antes de la comida! (to¬davía en los libros de cocina venecianos del siglo XVI se la denomina alla tedesca [al modo alemán;]) las carnes dema¬siado cocidas, las verduras grasas y harinosas; ¡la degenera¬ción de los dulces, que llegan a ser como pisapapeles! Si a esto se añade además la imperiosa necesidad, verdadera¬mente bestial, de los viejos alemanes, y no sólo de los viejos, de beber después de comer, se comprenderá también de dónde procede el espíritu alemán de intestinos revueltos. El espíritu alemán es una indigestión, no da fin a nada. Pero también la dieta inglesa, que, en comparación con la alemana, e incluso con la francesa, representa una especie de «vuelta a la naturaleza», es decir al canibalismo, repugna profundamente a mi instinto propio; me parece que le pro¬porciona pies pesados al espíritu, pies de mujeres inglesas. La mejor cocina es la del Piamonte. Las bebidas alcohólicas me resultan perjudiciales; un solo vaso de vino o de cerveza al día basta para hacer de mi vida un «valle de lágrimas» En Munich es donde viven mis antípodas. Aceptado que yo he comprendido esto un poco tarde, vivirlo lo he vivido en ver¬dad desde la infancia. Cuando yo era un muchacho, creía que tanto el beber vino como el fumar tabaco eran al princi¬pio sólo una vanitas [vanidad] de gente joven, y más tarde un mal hábito. Acaso el vino de Naumburgo tenga también la culpa de este agrio juicio. Para creer que el vino alegra ten¬dría yo que ser cristiano, es decir, creer lo que cabalmente para mí es un absurdo. Cosa extraña, mientras que peque¬ñas dosis de alcohol, muy diluidas, me ocasionan esa extre¬mada destemplanza, yo me convierto casi en un marinero cuando se trata de dosis fuertes. Ya de muchacho tenía yo en esto mi valentía. Escribir en una sola vigilia nocturna una larga disertación latina y además copiarla en limpio, ponien¬do en la pluma la ambición de imitar en rigor y concisión a mi modelo Salustio, y derramar sobre mi latín un poco de grog del mayor calibre, esto era algo que, ya cuando yo era alumno de la venerable Escuela de Pforta, no estaba reñido en absoluto con mi fisiología, y acaso tampoco con la de Sa¬lustio, aunque sí, desde luego, con la venerable Escuela de Pforta. Más tarde, hacia la mitad de mi vida, me decidí ciertamente, cada vez con mayor rigor, en contra de cual¬quier bebida «espirituosa»: yo, adversario, por experiencia, del régimen vegetariano, exactamente igual que Richard Wagner, que fue el que me convirtió, no sabría aconsejar nunca con bastante seriedad la completa abstención de be¬bidas alcohólicas a todas las naturalezas de espiritualidad superior. El agua basta. Yo prefiero lugares en que por todas partes se tenga ocasión de beber de fuentes que corran (Niza, Turín, Sils); un pequeño vaso marcha detrás de mí como un perro. In vino veritas [en el vino está la verdad]: pa¬rece que también en esto me hallo una vez más en desacuer¬do con todo el mundo acerca del concepto de «verdad»; en mí el espíritu flota sobre el agua. Todavía unas cuantas in¬dicaciones sacadas de mi moral. Una comida fuerte es más fácil de digerir que una demasiado pequeña. Que el estóma¬go entre todo él en actividad es el primer presupuesto de una buena digestión. Es preciso conocer la capacidad del propio estómago. Por igual razón hay que desaconsejar aquellas aburridas comidas que yo denomino banquetes sacrificiales interrumpidos, es decir, las hechas en la table d'hóte [mesa común de las pensiones] No tomar nada entre comida y comida, no beber café: el café ofusca. El té es beneficioso tan sólo por la mañana. Poco, pero muy cargado; el té es muy perjudicial y estropea el día entero cuando es demasiado flo¬jo, aunque sea en un solo grado. Cada uno tiene en estos asuntos su propia medida, situada de ordinario entre límites muy estrechos y delicados. En un clima muy excitante el té es desaconsejable como primera bebida del día: debe comen¬zarse una hora antes con una taza de chocolate espeso y des¬grasado. Estar sentado el menor tiempo posible; no dar crédito a ningún pensamiento que no haya nacido al aire li¬bre y pudiendo nosotros movernos con libertad, a ningún pensamiento en el cual no celebren una fiesta también los músculos. Todos los prejuicios proceden de los intestinos. La carne sedentaria –ya lo he dicho en otra ocasión– es el auténtico pecado contra el espíritu santo.
2
Con el problema de la alimentación se halla muy estrecha¬mente ligado el problema del lugar y del clima. Nadie es due¬ño de vivir en todas partes; y quien ha de solucionar grandes tareas que exigen toda su fuerza tiene aquí incluso una elec¬ción muy restringida. La influencia del clima sobre el meta¬bolismo, sobre su retardación o su aceleración, llega tan lejos que un desacierto en la elección del lugar y del clima no sólo puede alejar a cualquiera de su tarea, sino llegar incluso a sustraérsela del todo: no consigue verla jamás. El vigor ani¬mal no se ha hecho nunca en él lo bastante grande para al¬canzar aquella libertad desbordante que penetra hasta lo más espiritual y en la que alguien conoce: esto sólo yo puedo hacerlo. Una inercia intestinal, aun muy pequeña, conver¬tida en un mal hábito basta para hacer de un genio algo me¬diocre, algo «alemán»; el clima alemán, por sí solo, es su¬ficiente para desalentar a intestinos robustos e incluso nacidos para el heroísmo. El tempo [ritmo] del metabolismo mantiene una relación precisa con la movilidad o la torpeza de los pies del espíritu; el «espíritu» mismo, en efecto, no es más que una especie de ese metabolismo. Examinemos en qué lugares hay y ha habido hombres ricos de espíritu, don¬de el ingenio, el refinamiento, la maldad formaban parte de la felicidad, donde el genio tuvo su hogar de manera casi necesaria: todos ellos poseen un aire magníficamente seco. Pa¬rís, la Provenza, Florencia, Jerusalén, Atenas... estos nom¬bres demuestran una cosa: el genio está condicionado por el aire seco, por el cielo puro, es decir, por un metabolismo rápido, por la posibilidad de recobrar una y otra vez cantida¬des grandes, incluso gigantescas, de fuerza. Tengo ante mis ojos un caso en que un espíritu dotado de una constitución notable y libre se volvió estrecho, encogido, se convirtió en un especialista y en un avinagrado, meramente por falta de finura de instintos en asuntos climáticos. Y yo mismo habría acabado por poder convertirme en ese caso si la enfermedad no me hubiera forzado a razonar, a reflexionar sobre la ra¬zón que hay en la realidad. Ahora que, tras prolongada ejer¬citación, leo en mí mismo como en un instrumento muy delicado y fiable los influjos de origen climático y mete¬orológico, y ya en un pequeño viaje, de Turín a Milán por ejemplo, calculo fisiológicamente en mí la variación de grados en la humedad del aire, pienso con terror en el hecho siniestro de que mi vida, exceptuando estos diez últimos años, no ha transcurrido más que en lugares falsos y real¬mente prohibidos para mí. Naumburgo, Schulpforta, Turin¬gia en general, Leipzig, Basilea… otros tantos lugares nefas¬tos para mi fisiología. Si yo no tengo ni un solo recuerdo agradable de mi infancia ni de mi juventud, sería una estupi¬dez aducir aquí las llamadas causas «morales», por ejem¬plo, la indiscutible falta de compañía adecuada, pues esta falta existe ahora como ha existido siempre, sin que ella me impida ser jovial y valiente. La ignorancia in physiologicis [en cuestiones de fisiología] –el maldito «idealismo»– es la auténtica fatalidad en mi vida, lo superfluo y estúpido en ella, algo de lo que no salió nada bueno y para lo cual no hay ninguna compensación, ningún descuento. Por las conse¬cuencias de este «idealismo» me explico yo todos los desa¬ciertos, todas las grandes aberraciones del instinto y todas las «modestias» que me han apartado de la tarea de mi vida; así, por ejemplo, el haberme hecho filólogo; ¿por qué no, al menos, médico o cualquier otra cosa que abra los ojos? En mi época de Basilea toda mi dieta espiritual, incluida la distribución de la jornada, fue un desgaste completamente insensato de fuerzas extraordinarias, sin tener una recupe¬ración de ellas que cubriese de alguna manera aquel consu¬mo, sin siquiera reflexionar sobre el consumo y su compen¬sación. Faltaba todo cuidado de sí un poco más delicado, toda protección procedente de un instinto que impartiese órde¬nes, era un equipararse a cualquiera, un «desinterés», un ol¬vidar la distancia propia, algo que no me perdonaré jamás. Cuando me encontraba casi al final comencé a reflexionar, por el hecho de encontrarme así, sobre esta radical sinrazón de mi vida. el «idealismo». la enfermedad fue lo que me condujo a la razón.
3
La elección en la alimentación; la elección de clima y lugar; la tercera cosa en la que por nada del mundo es licito come¬ter un desacierto es la elección de la especie propia de re¬crearse. También aquí los límites de lo permitido, es decir, de lo útil a un espíritu que sea sui generis [peculiar] son estre¬chos, cada vez más estrechos. En mi caso toda lectura forma parte de mis recreaciones: en consecuencia, forma parte de aquello que me libera a mí de mí, que me permite ir a pasear por ciencias y almas extrañas, cosa que yo no tomo ya en serio. La lectura me recrea precisamente de mi seriedad. En épocas de profundo trabajo no se ve libro alguno cerca de mí; me guardaría bien de dejar hablar y aun menos pensar a alguien cerca de mí. Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. ¿Se ha observado realmente que, en aquella profunda tensión a que el embarazo condena al espíritu y, en el fondo, al organismo entero, ocurre que el azar, que toda especie de estímulo venido de fuera influyen de un modo demasiado vehemente, «golpean» con demasiada profundidad? Hay que evitar en lo posible el azar, el estímulo venido de fuera; un emparedarse dentro de sí forma parte de las prime¬ras corduras instintivas del embarazo espiritual. ¿Permitiré que un pensamiento ajeno escale secretamente la pared? Y esto es lo que significaría, en efecto, leer. A las épocas de trabajo y fecundidad sigue el tiempo de recrearse: ¡acercaos, libros agradables, ingeniosos, inteligentes! ¿Serán libros alemanes? Tengo que retroceder medio año para sorpren¬derme con un libro en la mano. ¿Cuál era? Un magnífico estudio de Víctor Brochard, Les Sceptiques Grecs [Los es¬cépticos griegos], en el que se utilizan mucho también mis Laertiana [Estudios sobre Laercio] ¡Los escépticos, el úni¬co tipo respetable entre el pueblo de los filósofos, pueblo de doble y hasta de quíntuple sentido! Por lo demás, casi siempre me refugio en los mismos libros, un número peque¬ño en el fondo, que han demostrado estar hechos precisa¬mente para mí. Acaso no esté en mi naturaleza el leer mu¬chas y diferentes cosas: una sala de lectura me pone enfermo. Tampoco está en mi naturaleza el amar muchas o diferentes cosas. Cautela, incluso hostilidad contra libros nuevos for¬man parte de mi instinto, antes que «tolerancia», largeur de cceur [amplitud de corazón] y cualquier otro «amor al próji¬mo» En el fondo yo retorno una y otra vez a un pequeño número de franceses antiguos: creo únicamente en la cultu¬ra francesa y considero un malentendido todo lo demás que en Europa se autodenomina «cultura», para no hablar de la cultura alemana. Los pocos casos de cultura elevada que yo he encontrado en Alemania eran todos de procedencia fran¬cesa, ante todo la señora Cósima Wagner, la primera voz, con mucho, en cuestiones de gusto que yo he oído. El que a Pascal no lo lea, sino que lo ame como a la más instructiva víctima del cristianismo, asesinado con lentitud, primero corporalmente, después psicológicamente, cual correspon¬de a la entera lógica de esa forma horrorosa entre todas de inhumana crueldad; el que yo tenga en mi espíritu, ¡quién sabe!, acaso también en mi cuerpo algo de la petulancia de Montaigne; el que mi gusto de artista no defienda sin rabia los nombres de Molière, Corneille y Racine contra un genio salvaje como Shakespeare: esto no excluye, en definitiva, el que también los franceses recentísimos sean para mí una compañía encantadora. No veo en absoluto en qué siglo de la historia resultaría posible pescar de un solo golpe psicólo¬gos tan curiosos y a la vez tan delicados como en el París de hoy: menciono como ejemplos –pues su número no es pe¬queño-- a los señores Paul Bourget, Pierre Loti, Gyp, Meil¬hac, Anatole France, Jules Lemaitre, o, para destacar a uno de la raza fuerte, un auténtico latino, al que quiero especial¬mente, Guy de Maupassant. Dicho entre nosotros, prefiero esta generación incluso a sus grandes maestros, todos los cuales están corrompidos por la filosofía alemana: el señor Taine, por ejemplo, por Hegel, al que debe su incomprensión de grandes hombres y de grandes épocas. A donde llega Ale¬mania, corrompe la cultura. La guerra es lo que ha «redimi¬do» al espíritu en Francia. Stendhal, uno de los más bellos azares de mi vida –pues todo lo que en ella hace época lo ha traído hasta mí el azar, nunca una recomendación– es total¬mente inapreciable, con su anticipador ojo de psicólogo, con su garra para los hechos, que trae al recuerdo la cercanía del gran realista (ex ungue Napoleonem [por la uña se recono¬ce a Napoleón;]) y finalmente, y no es lo de menos, en cuanto ateísta honesto, una especie escasa y casi inencontrable en Francia –sea dicho esto en honor de Prosper Mérimée ¬¿Acaso yo mismo estoy un poco envidioso de Stendhal? Me quitó el mejor chiste de ateísta, un chiste que precisamente yo habría podido hacer: «La única disculpa de Dios es que no existe.» Yo mismo he dicho en otro lugar: ¿cuál ha sido hasta ahora la máxima objeción contra la existencia? Dios.
4
El concepto supremo del lírico me lo ha proporcionado Heinrich Heine. En vano busco en los imperios todos de los milenios una música tan dulce y tan apasionada. Él poseía aquella divina maldad sin la cual soy yo incapaz de imagi¬narme lo perfecto; yo estimo el valor de hombres, de razas, por el grado de necesidad con que no pueden concebir a Dios separado del sátiro. ¡Y cómo maneja el alemán! Algu¬na vez se dirá que Heine y yo hemos sido, a gran distancia, los primeros virtuosos de la lengua alemana, a una incalcu¬lable lejanía de todo lo que simples alemanes han hecho con ella. Yo debo tener necesariamente una afinidad profunda con el Manfredo de Byron: todos esos abismos los he encon¬trado dentro de mí, a los trece años ya estaba yo maduro para esa obra. No tengo una palabra, sólo una mirada, para quienes se atreven a pronunciar la palabra Fausto en presen¬cia del Manfredo. Los alemanes son incapaces de todo con¬cepto de grandeza: prueba, Schumann. Propiamente por ra¬bia contra este empalagoso sajón he compuesto yo una anti-obertura para el Manfredos, de la cual dijo Hans von Bülow que no había visto jamás nada igual en papel de músi¬ca: que era un estupro cometido con Euterpe. Cuando bus¬co mi fórmula suprema para definir a Shakespeare, siempre encuentro tan sólo la de haber concebido el tipo de César. Algo así no se adivina, se es o no se es. El gran poeta se nu¬tre únicamente de su realidad, hasta tal punto que luego no soporta ya su obra. Cuando he echado una mirada a mi Zaratustra, me pongo después a andar durante media hora de un lado para otro de mi cuarto, incapaz de dominar una insoportable convulsión de sollozos. No conozco lectura más desgarradora que Shakespeare: ¡cuánto tiene que ha¬ber sufrido un hombre para necesitar hasta tal grado ser un bufón! ¿Se comprende el Hamlet? No la duda, la certeza es lo que vuelve loco. Pero para sentir así es necesario ser profundo, ser abismo, ser filósofo. Todos nosotros tene¬mos miedo de la verdad. Y, lo confieso: instintivamente es¬toy seguro y cierto de que lord Bacon es el iniciador, el au¬to-torturador experimental de esta especie de literatura, la más siniestra de todas: ¿qué me importa la miserable char¬latanería de esas caóticas y planas cabezas norteamerica¬nas? Pero la fuerza para el realismo más poderoso de la vi¬sión no sólo es compatible con la más poderosa fuerza para la acción, para lo monstruoso de la acción, para el crimen, los presupone incluso. No conocemos, ni de lejos, sufi¬cientes cosas de lord Bacon, el primer realista en todo sen¬tido grande de esta palabra, para saber todo lo que él ha he¬cho, lo que él ha querido, lo que él ha experimentado dentro de sí. Y ¡al diablo, señores críticos! Suponiendo que yo hu¬biera bautizado mi Zaratustra con un nombre ajeno, el de Richard Wagner por ejemplo, la perspicacia de dos mile¬nios no habría bastado para adivinar que el autor de Huma¬no, demasiado humano es el visionario del Zaratustra.
5
Ahora que estoy hablando de las recreaciones de mi vida necesito decir una palabra para expresar mi gratitud por aque¬llo que, con mucho, más profunda y cordialmente me ha re¬creado. Esto ha sido, sin ninguna duda, el trato íntimo con Richard Wagner. Doy por poco el resto de mis relaciones hu¬manas; mas por nada del mundo quisiera yo apartar de mi vida los días de Tribschen, días de confianza, de jovialidad, de azares sublimes, de instantes profundos. No sé las vi¬vencias que otros habrán tenido con Wagner: sobre nuestro cielo no pasó jamás nube alguna. Y con esto vuelvo una vez más a Francia; no tengo argumentos, tengo simplemente una mueca de desprecio contra los wagnerianos et hocgenus omne [y toda esa gente] que creen honrar a Wagner encontrándolo semejante a sí mismos. Dado que yo soy extraño, en mis instintos más profundos, a todo lo que es alemán, hasta el punto de que la mera proximidad de una persona alemana me retarda la digestión, el primer contacto con Wagner fue también el primer respiro libre en mi vida: lo sentí, lo veneré como tierra extranjera, como antítesis, como viviente protesta contra todas las «virtudes alemanas» Nosotros, los que respiramos de niños el aire cenagoso de los años cincuenta, somos por necesidad pesimistas respec¬to al concepto de «alemán»; nosotros no podemos ser otra cosa que revolucionarios, nosotros no admitiremos nin¬gún estado de cosas en que domine el santurrón. Me es com¬pletamente indiferente el que el santurrón represente hoy la comedia vestido con colores distintos, el que se vista de escarlata o se ponga uniformes de húsar. ¡Bien! Wagner era un revolucionario; huía de los alemanes. Quien es artista no tiene, en cuanto tal, patria alguna en Europa excepto en París; la délicatesse [delicadeza] en todos los cinco sentidos del arte presupuesta por el arte de Wagner, la mano para las nuances [matices], la morbosidad psicológica se encuentran únicamente en París. En ningún otro sitio se tiene esa pasión en cuestiones de forma, esa seriedad en la mise en scène [puesta en escena] es la seriedad parisiense par excellence. En Alemania no se tiene ni la menor idea de la gigantesca ambición que alienta en el alma de un artista parisiense. El alemán es bondadoso, Wagner no lo era en absoluto. Pero ya he dicho bastante (en Más allá del bien y del mal, pp. 256 s.) sobre cuál es el sitio a que Wagner corresponde, sobre quié¬nes son sus parientes más próximos: es el tardío romanti¬cismo francés, aquella especie arrogante y arrebatadora de artistas como Delacroix, como Berlioz, con un fond [fon¬do] de enfermedad, de incurabilidad en su ser, puros faná¬ticos de la expresión, virtuosos de arriba abajo... ¿Quién fue el primer partidario inteligente de Wagner? Charles Baudelaire, el primero también en entender a Delacroix, Baudelaire, aquel décadent típico, en el que se ha recono¬cido una generación entera de artistas, acaso él haya sido también el último. ¿Lo que no le he perdonado nunca a Wagner? El haber condescendido con los alemanes, el ha¬berse convertido en alemán del Reich. A donde Alemania llega, corrompe la cultura.
6
Teniendo en cuenta unas cosas y otras yo no habría soporta¬do mi juventud sin música wagneriana. Pues yo estaba con¬denado a los alemanes. Cuando alguien quiere escapar a una presión intolerable necesita hachís. Pues bien, yo necesitaba Wagner. Wagner es el contraveneno par excellence de todo lo alemán –veneno– no lo niego. Desde el instante en que hubo una partitura para piano del Tristán –¡muchas gra¬cias, señor Von Bulow!– fui wagneriano. Las obras anterio¬res de Wagner las consideraba situadas por debajo de mí, demasiado vulgares todavía, demasiado «alemanas». Pero aún hoy busco una obra que posea una fascinación tan peli¬grosa, una infinitud tan estremecedora y dulce como el Tris¬tán; en vano busco en todas las artes. Todas las cosas pere¬grinas de Leonardo da Vinci pierden su encanto a la primera nota del Tristán. Esta obra es absolutamente el non plus ultra de Wagner; con Los Maestros Cantores y con El Anillo descansó de ella. Volverse más sano: esto es un paso atrás en una naturaleza como Wagner. Considero una suerte de pri¬mer rango el haber vivido en el momento oportuno y el ha¬ber vivido cabalmente entre alemanes para estar maduro para esta obra: tan lejos llega en mí la curiosidad del psicó¬logo. Pobre es el mundo para quien nunca ha estado lo bas¬tante enfermo para gozar de esa «voluptuosidad del infier¬no»: está permitido, está casi mandado emplear aquí una fórmula de los místicos. Pienso que yo conozco mejor que nadie las hazañas gigantescas que Wagner es capaz de rea¬lizar, los cincuenta mundos de extraños éxtasis para volar hacia los cuales nadie excepto él ha tenido alas; y como soy lo bastante fuerte para transformar en ventaja para mí in¬cluso lo más problemático y peligroso, haciéndome así más fuerte, llamo a Wagner el gran benefactor de mi vida. Aquello en que somos afines, el haber sufrido, también uno a causa del otro, más hondamente de lo que hombres de este siglo serían capaces de sufrir, volverá a unir nues¬tros nombres eternamente; y así como es cierto que entre alemanes Wagner no es más que un malentendido, así es cierto que también yo lo soy y lo seré siempre. ¡Dos siglos de disciplina psicológica y artística primero, señores ale¬manes! Pero una cosa así no se recupera.
7
Voy a decir todavía unas palabras para los oídos más se¬lectos: qué es lo que yo quiero en realidad de la música. Que sea jovial y profunda, como un mediodía de octubre. Que sea singular, traviesa, tierna, una dulce mujercita llena de per¬fidia y encanto. No admitiré nunca que un alemán pueda saber lo que es música. Los llamados músicos alemanes, ante todo los más grandes, son extranjeros, eslavos, croa¬tas, italianos, holandeses o judíos; en caso contrario, ale¬manes de la raza fuerte, alemanes extintos, como Heinrich Schütz, Bach y Händel. Yo mismo continúo siendo dema¬siado polaco para dar todo el resto de la música por Chopin: exceptúo, por tres razones, el Idilio de Sigfredo, de Wagner, acaso también a Listz, que sobrepuja a todos los músicos en los acentos aristocráticos de la orquesta; y por fin, además, todo lo que ha nacido más allá de los Alpes, más acá. Yo no sabría pasarme sin Rossini y aun menos sin lo que constituye mi sur en la música, la música de mi maestro veneciano Pietro Gasti. Y cuando digo más acá de los Alpes, propiamente digo sólo Venecia. Cuando bus¬co otra palabra para decir música, encuentro siempre tan sólo la palabra Venecia. No sé hacer ninguna diferencia entre lágrimas y música, no sé pensar la felicidad, el sur, sin estremecimientos de pavor.
Junto al puente me hallaba
hace un instante en la grisácea noche.
Desde lejos un cántico venía:
gotas de oro rodaban una a una
sobre la temblorosa superficie.
Todo, góndolas, luces y la música
¬ebrio se deslizaba hacia el crepúsculo.
Instrumento de cuerda, a sí mi alma,
de manera invisible conmovida,
en secreto cantábase, temblando
ante los mil colores de su dicha,
una canción de góndola.
¿Alguien había que escuchase a mi alma?
8
En todo esto –en la elección de alimentos, de lugar y clima, de recreaciones– reina un instinto de auto conservación que se expresa de la manera más inequívoca en forma de instinto de autodefensa. Muchas cosas no verlas, no oírlas, no dejar que se nos acerquen; primera cordura, primera prueba que no se es un azar, sino una necesidad. La palabra corrien¬te para expresar tal instinto de autodefensa es gusto. Su im¬perativo no sólo ordena decir no allí donde el sí representa¬ría un «desinterés», sino también decir “no” lo menos posible. Separarse, alejarse de aquello a lo cual haría falta decir no una y otra vez. La razón en esto está en que los gastos defen¬sivos, incluso los muy pequeños, si se convierten en regla, en hábito, determinan un empobrecimiento extraordinario y completamente superfluo. Nuestros grandes gastos son los gastos pequeños y pequeñísimos. El rechazar, el no dejar ¬acercarse a las cosas, es un gasto –no haya engaño en esto–, una fuerza derrochada en finalidades negativas. Simplemen¬te por la continua necesidad de defenderse puede uno llegar a volverse tan débil que ya no pueda defenderse. Suponga¬mos que yo saliese de casa y encontrase, en vez del tranquilo y aristocrático Turín, la pequeña ciudad alemana: mi instin¬to tendría que bloquearse para rechazar todo lo que en él pe¬netraría de ese mundo aplastado y cobarde. O que encontra¬se la gran ciudad alemana, ese vicio hecho edificios, un lugar en donde nada crece, en donde toda cosa, buena o mala, ha sido traída de fuera. ¿No tendría yo que convertirme en un erizo? Pero tener púas es una dilapidación, incluso un lujo doble, cuando somos dueños de no tener púas, sino manos abiertas.
Otra listeza y autodefensa consiste en reaccionar las me¬nos veces posibles y en eludir las situaciones y condiciones en que se estaría condenado a exhibir, por así decirlo, la propia «libertad», la propia iniciativa, y a convertirse en un mero reactivo. Tomo como imagen el trato con los libros. El doc¬to, que en el fondo no hace ya otra cosa que «revolver» libros –el filólogo corriente, unos doscientos al día–, acaba por perder íntegra y totalmente la capacidad de pensar por cuenta propia. Si no revuelve libros, no piensa. Responde a un estímulo (un pensamiento leído) cuando piensa, al fi¬nal lo único que hace ya es reaccionar. El docto dedica toda su fuerza a decir sí y a decir no, a la crítica de cosas ya pensa¬da; él mismo ya no piensa. El instinto de autodefensa se ha reblandecido en él; en caso contrario, se defendería con¬tra los libros. El docto, un décadent. Esto lo he visto yo con mis propios ojos: naturalezas bien dotadas, con una constitución rica y libre, ya a los treinta años «leídas hasta la ruina», reducidas ya a puras cerillas, a las que es necesario frotar para que den chispas –«pensamiento»– Muy tem¬prano, al amanecer el día, en la frescura, en la aurora de su fuerza, leer un libro; ¡a esto yo lo califico de vicioso!
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En este punto no es posible eludir ya el dar la auténtica res¬puesta a la pregunta de cómo se llega a ser lo que se es. Y con ello rozo la obra maestra en el arte de la auto conservación, del egoísmo. Suponiendo, en efecto, que la tarea, la destina¬ción, el destino de la tarea supere en mucho la medida ordi¬naria, ningún peligro sería mayor que el enfrentarse cara a cara ante esa tarea. El llegar a ser lo que se es presupone el no barruntar ni de lejos lo que se es. Desde este punto de vista tienen su sentido y valor propios incluso los desaciertos de la vida, los momentáneos caminos secundarios y errados, los retrasos, las «modestias», la seriedad dilapidada en tareas si¬tuadas más allá de la tarea. En todo esto puede expresarse una gran cordura, incluso la cordura más alta: cuando el nosce te ipsum [conócete a ti mismo] sería la receta para pe¬recer, entonces el olvidarse, el malentenderse, el empeque¬ñecerse, el estrecharse, el mediocrizarse se transforman en la razón misma. Expresado de manera moral: amar al prójimo, vivir para otros y para otra cosa pueden ser la me¬dida de defensa para conservar la más dura “mismidad”. Es éste el caso excepcional en que, contra mi regla y mi conven¬cimiento, me incliné por los impulsos «desinteresados»: ellos trabajan aquí al servicio del egoísmo, de la cría de un ego. Es preciso mantener la superficie de la conciencia; la conciencia es una superficie limpia de cualquiera de los grandes imperativos. ¡Cuidado incluso con toda palabra grande, con toda gran actitud! Puros peligros de que el ins¬tinto «se entiende» demasiado pronto. Entretanto sigue creciendo en la profundidad la «idea» organizadora, la idea llamada a dominar, comienza a dar órdenes, nos saca lentamente, con su guía, de los caminos secundarios y equivo¬cados, prepara cualidades y capacidades singulares que alguna vez demostrarán ser indispensables como medios para el todo, ella va configurando una tras otra todas las facul¬tades subalternas antes de dejar oír algo de la tarea domi¬nante, de la «meta», la «finalidad», el «sentido». Contem¬plada en este aspecto, mi vida es sencillamente prodigiosa. Para la tarea de una transvaloración de los valores eran tal vez necesarias más facultades que las que jamás han coexistido en un solo individuo, sobre todo también antítesis de facul¬tades, sin que a éstas les fuera lícito estorbarse unas a otras, destruirse mutuamente. Jerarquía de las facultades; distan¬cia; el arte de separar sin enemistar; no mezclar nada, no «conciliar» nada; una multiplicidad enorme, que es, sin em¬bargo, lo contrario del caos, ésta fue la condición previa, el trabajo y el arte prolongados y secretos de mi instinto. Su alto patronato se mostró tan fuerte que yo en ningún caso he barruntado siquiera lo que en mí crece, y así todas mis fuerzas aparecieron un día súbitas, maduras, en su perfección última. En mi recuerdo falta el que yo me haya esforzado algu¬na vez, no es posible detectar en mi vida rasgo alguno de lucha, yo soy la antítesis de una naturaleza heroica. «Que¬rer» algo, «aspirar» a algo, proponerse una «finalidad», un «deseo», nada de esto lo conozco yo por experiencia pro¬pia. Todavía en este instante miro hacia mi futuro –¡un vasto futuro!– como hacia un mar liso: ningún deseo se encrespa en él. No tengo el menor deseo de que algo se vuelva distinto de lo que es; yo mismo no quiero volverme distinto. Pero así he vivido siempre. No he tenido ningún deseo. ¡Soy alguien que, habiendo cumplido ya los cuarenta y cuatro años, pue¬de decir que no se ha esforzado jamás por poseer honores, mujeres, dinero! No es que me hayan faltado. Así, por ejem¬plo, un día fui catedrático de Universidad –nunca había pen¬sado ni de lejos en cosa semejante, pues entonces apenas te¬nía yo veinticuatro años. Y así un día fui, dos años antes, filólogo: en el sentido de que mi primer trabajo filológico, mi comienzo en todos los aspectos, me fue solicitado por mi maestro Ritschl" para publicarlo en su Rheinisches Museum (Ritschl –lo digo con veneración–, el único docto genial que me ha sido dado conocer hasta hoy. Él poseía aquella agra¬dable corrupción que nos distingue a los de Turingia y con la que incluso un alemán se vuelve simpático: - nosotros, para llegar a la verdad, continuamos prefiriendo los cami¬nos tortuosos. Con estas palabras no quisiera en absoluto haber infravalorado a mi cercano paisano, el inteligente Leo¬pold von Ranke.
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En este punto hace falta una gran reflexión. Se me pregunta¬rá cuál es la auténtica razón de que yo haya contado todas es¬tas cosas pequeñas y, según el juicio tradicional, indiferen¬tes; al hacerlo me perjudico a mí mismo, tanto más si estoy destinado a representar grandes tareas. Respuesta: estas co¬sas pequeñas –alimentación, lugar, clima, recreación, toda la casuística del egoísmo– son inconcebiblemente más importantes que todo lo que hasta ahora se ha considerado impor¬tante. Justo aquí es preciso comenzar a cambiar lo aprendi¬do. Las cosas que la humanidad ha tomado en serio hasta este momento no son ni siquiera realidades, son meras ima¬ginaciones o, hablando con más rigor, mentiras nacidas de los instintos malos de naturalezas enfermas, de naturalezas nocivas en el sentido más hondo; todos los conceptos «Dios», «alma», «virtud», «pecado», «más allá», «verdad», «vida eterna». Pero en esos conceptos se ha buscado la grandeza de la naturaleza humana, su «divinidad». Todas las cuestiones de la política, del orden social, de la educación han sido hasta ahora falseadas íntegra y radicalmente por el hecho de haber considerado hombres grandes a los hombres más nocivos, por el hecho de haber aprendido a despreciar las cosas «pequeñas», quiero decir los asuntos fundamenta¬les de la vida misma. Nuestra cultura actual es ambigua en sumo grado. ¡El emperador alemán pactando con el Papa, como si el Papa no fuera el representante de la ene¬mistad mortal contra la vida! Lo que hoy se construye ya no se tiene en pie al cabo de tres años. Si me mido por lo que yo puedo hacer, para no hablar de lo que viene detrás de mí, una subversión, una construcción sin igual, tengo más derecho que ningún otro mortal a la palabra grandeza. Y si me comparo con los hombres a los que hasta ahora se ha honrado como a los hombres primeros, la diferencia es pal¬pable. A estos presuntos «primeros» yo no los considero si¬quiera hombres, para mí son desecho de la humanidad, engendros de enfermedad y de instintos vengativos: son simplemente monstruos funestos y, en el fondo, incurables, que se vengan de la vida. Yo quiero ser la antítesis de ellos: mi privilegio consiste en poseer la suprema finura para per¬cibir todos los signos de instintos sanos. Falta en mí todo rasgo enfermizo; yo no he estado enfermo ni siquiera en épocas de grave enfermedad; en vano se buscará en mi ser un rasgo de fanatismo. No podrá demostrarse, en ningún instante de mi vida, actitud alguna arrogante o patética. El pathos de la afectación no corresponde a la grandeza; quien necesita adoptar actitudes afectadas es falso. ¡Cuidado con todos los hombres extravagantes! La vida se me ha hecho ligera, y más ligera que nunca cuando exigió de mí lo más pesado. Quien me ha visto en los setenta días de este otoño, durante los cuales he producido sencillamente, sin pausa, cosas de primera categoría, que ningún hombre volverá a hacer después de mí, ni ha hecho antes de mí, con una res¬ponsabilidad para con todos los siglos que me siguen, no ha¬brá percibido en mí rasgó alguno de tensión, antes bien una frescura y una jovialidad exuberantes. Nunca he comido con sentimientos más agradables, no he dormido jamás mejor. No conozco ningún otro modo de tratar con tareas grandes que el juego: éste es, como indicio de la grandeza, un presu¬puesto esencial. La más mínima compulsión, el gesto som¬brío, cualquier tono duro en la garganta son, en su integri¬dad, objeciones contra la persona, ¡y mucho más contra su obra! No es lícito tener nervios. También el sufrir por la soledad es una objeción; yo no he sufrido nunca más que por la «muchedumbre»... En una época absurdamente tempra¬na, a los siete años, ya sabía yo que nunca llegaría hasta mí una palabra humana: ¿se me ha visto alguna vez ensombre¬cido por esto? Yo muestro todavía hoy la misma afabilidad para con cualquiera, yo estoy incluso lleno de distinciones para con los más humildes: en todo esto no hay ni una pizca de orgullo, de secreto desprecio. Aquel a quien yo desprecio adivina que es despreciado por mí: con mi mero existir ofen¬do a todo lo que tiene mala sangre en el cuerpo. Mi fórmula para expresar la grandeza en el hombre es amor fati [amor al destino]: el no-querer que nada sea distinto ni en el pasado ni en el futuro ni por toda la eternidad. No sólo soportar lo necesario, y aun menos disimularlo –todo idealismo es mendacidad frente a lo necesario– sino amarlo.
Por qué escribo libros tan buenos
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Una cosa soy yo, otra cosa son mis escritos. Antes de hablar de ellos tocaré la cuestión de si han sido comprendidos o in¬comprendidos. Lo hago con la dejadez que, de algún modo, resulta apropiada, pues no ha llegado aún el tiempo de hacer esa pregunta. Tampoco para mí mismo ha llegado aún el tiempo, algunos nacen póstumamente. Algún día se sen¬tirá la necesidad de instituciones en que se viva y se enseñe como yo sé vivir y enseñar; tal vez, incluso, se creen entonces también cátedras especiales dedicadas a la interpretación del Zaratustra. Pero estaría en completa contradicción con¬migo mismo si ya hoy esperase yo encontrar oídos y manos para mis verdades: que hoy no se me oiga, que hoy no se sepa tomar nada de mí, eso no sólo es comprensible, eso me pare¬ce incluso lo justo. No quiero ser confundido con otros, para ello, tampoco yo debo confundirme a mí mismo con otros. Lo repito, en mi vida se puede señalar muy poco de «malvada voluntad»; tampoco de «malvada voluntad» lite¬raria podría yo narrar apenas caso alguno. En cambio, de¬masiado de estupidez pura. Tomar en las manos un libro mío me parece una de las más raras distinciones que alguien puede concederse, supongo incluso que para hacerlo se quitará los guantes, para no hablar de las botas. Cuando en una ocasión el doctor Heinrich von Stein se quejó honesta¬mente de no entender una palabra de mi Zaratustra, le dije que me parecía natural: haber comprendido seis frases de ese libro, es decir, haberlas vivido, eleva a los mortales a un nivel superior a aquel que los hombres «modernos» podrían alcanzar. Poseyendo este sentimiento de la distancia, ¡cómo podría yo ni siquiera desear ser leído por los «modernos» que conozco! Mi triunfo es precisamente el opuesto del de Schopenhauer: yo digo non legor, non legar [no soy leído, no seré leído]. No es que yo quiera infravalorar la satisfac¬ción que me ha producido muchas veces la inocencia con que se ha dicho no a mis escritos. Todavía este verano, en una época en la cual con el peso, con el excesivo peso de mi literatura, tal vez podría yo desnivelar la balanza con todo el resto de la literatura, un catedrático de la Universidad de Berlín me dio a entender benévolamente que debería servir¬me de una forma distinta, pues cosas así no las lee nadie. Ultimamente no ha sido Alemania, sino Suiza, la que ha ofrecido los dos casos extremos. Un artículo del doctor V Widmann publicado en el Bund sobre Más allá del bien y del mal, con el título «El peligroso libro de Nietzsche», y una reseña global sobre mis libros, escrita por el señor Karl Spitteler asimismo en el Bund, representan un maximum en mi vida –me guardo de decir de qué. El último conside¬raba, por ejemplo, mi Zaratustra como un «superior ejerci¬cio de estilo» y expresaba el deseo de que en adelante me ocupase también del contenido; el doctor Widmann me ma¬nifestaba su aprecio por el valor con que me esfuerzo en abo¬lir todos los sentimientos decentes. Por una pequeña mali¬cia del azar, en este artículo cada frase era, con una coherencia que he admirado, una verdad puesta del revés: en el fondo bastaba con «transvalorar todos los valores» para dar, incluso de un modo notable, a propósito de mí, en la ca¬beza del clavo, en lugar de dar con un clavo en mi cabeza. Con tanto mayor motivo intento ofrecer una explicación. En última instancia nadie puede escuchar en las cosas, in¬cluidos los libros, más de lo que ya sabe. Se carece de oídos para escuchar aquello a lo cual no se tiene acceso desde la vi¬vencia. Imaginémonos el caso extremo de que un libro no hable más que de vivencias que, en su totalidad, se encuen¬tran situadas más allá de la posibilidad de una experiencia frecuente o, también, poco frecuente, de que sea el primer lenguaje para expresar una serie nueva de experiencias. En este caso, sencillamente, no se oye nada, lo cual produce la ilusión acústica de creer que donde no se oye nada no hay tampoco nada. Ésta es, en definitiva, mi experiencia ordi¬naria y, si se quiere, la originalidad de mi experiencia. Quien ha creído haber comprendido algo de mí, ése ha rehecho algo mío a su imagen, no raras veces le ha salido lo opuesto a mí, por ejemplo un «idealista»; quien no había entendido nada de mí negaba que yo hubiera de ser tenido siquiera en cuenta. La palabra «superhombre», que designa un tipo de óptima constitución, en contraste con los hombres «moder¬nos», con los hombres «buenos», con los cristianos y demás nihilistas, una palabra que, en boca de Zaratustra, el ani¬quilador de la moral, se convierte en una palabra muy digna de reflexión, ha sido entendida casi en todas partes, con total inocencia, en el sentido de aquellos valores cuya antítesis se ha manifestado en la figura de Zaratustra, es decir, ha sido entendida como tipo «idealista» de una especie superior de hombre, mitad «santo», mitad «genio». Otros doctos ani¬males con cuernos me han achacado, por su parte, darwinis¬mo; incluso se ha redescubierto aquí el «culto de los héroes», tan duramente rechazado por mí, de aquel gran falsario in¬voluntario e inconsciente que fue Carlyle. Y a una persona a quien le soplé al oído que debería buscar un Cesare Borgia más bien que un Parsifal, no dio crédito a sus oídos. Habrá de perdonárseme el que yo no sienta curiosidad algu¬na por las recensiones de mis libros, sobre todo por las de periódicos. Mis amigos, mis editores lo saben y no me hablan de ese asunto. En un caso especial tuve ocasión de ver con mis propios ojos todo lo que se había perpetrado contra un solo libro mío: era Más allá del bien y del mal; sobre esto podría escribir toda una historia. ¿Se creerá que la National¬zeitung –un periódico prusiano, lo digo para mis lectores ex¬tranjeros, pues yo no leo, con permiso, más que el Journal des Débats– ha sabido ver en ese libro, con absoluta seriedad, un «signo de los tiempos», la auténtica y verdadera filosofia de los Junker [hidalgos], para adoptar la cual sólo le faltaba a la Kreuzzeitung coraje?
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Esto iba dicho para alemanes, pues en todos los demás luga¬res tengo yo lectores, todos ellos inteligencias selectas, carac¬teres probados, educados en altas posiciones y en elevados deberes; tengo incluso verdaderos genios entre mis lectores. En Viena, en San Petersburgo, en Estocolmo, en París y Nue¬va York –en todas partes estoy descubierto; pero no en el país plano de Europa, Alemania. Y, lo confieso, me alegro aun más de mis no-lectores, de aquellos que jamás han oído ni mi nombre ni la palabra filosofía; pero a cualquier lugar que llego, aquí en Turín por ejemplo, todos los rostros se ale¬gran y se ponen benévolos al verme. Lo que más me ha li¬sonjeado hasta ahora es que algunas viejas vendedoras de frutas no descansan hasta haber escogido para mí los raci¬mos más dulces de sus uvas. Hasta ese punto hay que ser fi¬lósofo. No en vano se dice que los polacos son los franceses entre los eslavos. Una rusa encantadora no se engañará ni un instante sobre mi origen. No consigo ponerme solemne, a lo más que llego es al azoramiento. Pensar en alemán, sentir en alemán; yo puedo hacerlo todo, pero esto supera mis fuerzas. Mi viejo maestro Ritschl llegó a afirmar que aun mis trabajos filológicos yo los concebía como un romancier [novelista] parisiense, absurdamente excitantes. En el propio París están asombrados de toutes mes audaces et fi¬nesses [todas mis audacias y sutilezas] –la expresión es de Monsieur Taine–; temo que hasta en las formas supremas del ditirambo se encuentre en mí un poco de aquella sal que nunca se vuelve fastidiosa –«alemana»–, que haya en ellos esprit... Soy incapaz de obrar de otro modo. ¡Dios me ayude! Amén. Todos nosotros sabemos, algunos lo saben inclu¬so por experiencia propia, qué es un animal de orejas largas. Bien, me atrevo a afirmar que yo tengo las orejas más peque¬ñas que existen. Esto interesa no poco a las mujercitas, me parece que se sienten comprendidas mejor por mí. Yo soy el antiasno par excellence y, por lo tanto, un monstruo en la historia del mundo; yo soy, dicho en griego, y no sólo en griego, el anticristo.
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Yo conozco en cierta medida mis privilegios como escritor; en determinados casos puedo documentar incluso hasta qué punto la familiaridad con mis escritos «corrompe» el gusto. Sencillamente, no se soportan ya otros libros; y los que me¬nos, los filosóficos. Es una distinción sin igual penetrar en este mundo aristocrático y delicado, para hacerlo no es lí¬cito en absoluto ser alemán; es, en definitiva, una distinción que hay que haber merecido. Pero quien es afín a mí por la altura del querer experimenta aquí verdaderos éxtasis del aprender, pues yo vengo de alturas que ninguna ave ha so¬brevolado jamás, yo conozco abismos en los que todavía no se ha extraviado pie ninguno. Se me ha dicho que no es posi¬ble dejar de la mano un libro mío, que yo perturbo aun el reposo nocturno. No existe en absoluto una especie más orgullosa y, a la vez, más refinada de libros: acá y allá alcan¬zan lo más alto que es posible alcanzar en la Tierra, el cinis¬mo; hay que conquistarlos con los dedos más delicados y asi¬mismo con los puños más valientes. Toda decrepitud del alma, incluso toda dispepsia excluye de ellos, de una vez por todas: hace falta no tener nervios, hace falta tener un bajo vientre jovial. No sólo la pobreza, el aire rancio de un alma excluye de ellos, y mucho más la cobardía, la suciedad, la se¬creta ansia de venganza asentadas en los intestinos: una pa¬labra mía saca a la luz todos los malos instintos. Entre mis conocidos tengo varias cobayas en los cuales observo la di¬versa, la muy instructivamente diversa reacción a mis escri¬tos. Quien no quiere tener nada que ver con su contenido, por ejemplo mis así llamados amigos, se vuelve «imperso¬nal» al leerlos: me felicita por haber llegado de nuevo «tan lejos», también habría, dice, un progreso en una mayor jovialidad en el tono. Los «espíritus» completamente viciosos, las «almas bellas», los mendaces de pies a cabeza, no saben en absoluto qué hacer con estos libros, en conse¬cuencia, los ven por debajo de sí, hermosa conclusión lógica de todas las «almas bellas» El animal con cuernos entre mis conocidos, todos ellos alemanes, con perdón, me da a enten¬der que no siempre es de mi opinión, pero que, sin embargo, acá y allá, por ejemplo. Esto lo he oído decir incluso del Za¬ratustra. De igual manera, todo «feminismo» en el ser hu¬mano, también en el varón, es una barrera para llegar a mí: jamás se entrará en este laberinto de conocimientos temera¬rios. Hace falta no haber sido nunca complaciente consigo mismo, hace falta contar la dureza entre los hábitos propios para encontrarse jovial y de buen humor entre verdades to¬das ellas duras. Cuando me represento la imagen de un lec¬tor perfecto, siempre resulta un monstruo de coraje y de cu¬riosidad y, además, una cosa dúctil, astuta, cauta, un aventurero y un descubridor nato. Por fin: mejor que lo he dicho en el Zaratustra no sabría yo decir para quién única¬mente hablo en el fondo; La quién únicamente quiere contar él su enigma?
A vosotros, los audaces buscadores e indagadores, y a quienquiera que alguna vez se haya lanzado con astutas velas a mares terribles, - a vosotros los ebrios de enigmas, que gozáis con la luz del cre¬púsculo, cuyas almas son atraídas con flautas a todos los abismos laberínticos: pues no queréis, con mano cobarde, seguir a tientas un hilo; y allí donde podéis adivinar, odiáis el deducir.
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Voy a añadir ahora algunas palabras generales sobre mi arte del estilo. Comunicar un estado, una tensión interna de pa¬thos, por medio de signos, incluido el tempo [ritmo] de esos signos, tal es el sentido de todo estilo; y teniendo en cuenta que la multiplicidad de los estados interiores es en mí ex¬traordinaria, hay en mí muchas posibilidades del estilo, el más diverso arte del estilo de que un hombre ha dispuesto nunca. Es bueno todo estilo que comunica realmente un es¬tado interno, que no yerra en los signos, en el tempo de los signos, en los gestos –todas las leyes del período son arte del gesto. Mi instinto es aquí infalible. Buen estilo en sí; una pura estupidez, mero «idealismo», algo parecido a lo «bello en sí», a lo «bueno en sí», a la «cosa en sí». Dando siempre por supuesto que haya oídos, que haya hombres capaces y dignos de tal pathos, que no falten aquellos hombres con los que es lícito comunicarse. Por ejemplo, mi Zaratustra bus¬ca todavía ahora esos hombres –¡ay!, ¡tendrá que buscarlos aún por mucho tiempo! Es necesario ser digno de oírlo. Y hasta entonces no habrá nadie que comprenda el arte que aquí se ha prodigado: jamás nadie ha podido derrochar tan¬tos medios artísticos nuevos, inauditos, creados en realidad por vez primera para esta circunstancia. Quedaba por de¬mostrar que era posible tal cosa precisamente en lengua ale¬mana: yo mismo, antes, lo habría rechazado con la mayor dureza. Antes de mí no se sabe lo que es posible hacer con la lengua alemana lo que, en absoluto, es posible hacer con la lengua. El arte del gran ritmo, el gran estilo de los perío¬dos para expresar un inmenso arriba y abajo de pasión su¬blime, de pasión sobrehumana, yo he sido el primero en des¬cubrirlo; con un ditirambo como el último del tercer Zaratustra, titulado «Los siete sellos», he volado miles de millas más allá de todo lo que hasta ahora se llamaba poesía.
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Que en mis escritos habla un psicólogo sin igual, tal vez sea ésta la primera conclusión a que llega un buen lector, un lector como yo lo merezco, que me lea como los buenos filó¬logos de otros tiempos leían a su Horacio. Las tesis sobre las cuales está de acuerdo en el fondo todo el mundo, para no hablar de los filósofos de todo el mundo, los moralistas y otras cazuelas vacías, cabezas de repollo, aparecen en mí como ingenuidades del desacierto; por ejemplo, aquella creencia de que «no egoísta» y «egoísta» son términos opuestos, cuando en realidad el ego [yo] mismo no es más que una «patraña superior», un «ideal». No hay ni acciones egoístas ni acciones no-egoístas: ambos conceptos son un contrasentido psicológico. O la tesis «el hombre aspira a la felicidad». O la tesis «la felicidad es la recompensa de la vir¬tud». O la tesis «placer y displacer son términos contra¬puestos». La Circe de la humanidad, la moral, ha falseado –moralizado– de pies a cabeza todos los asuntos psicológi¬cos hasta llegar a aquel horrible contrasentido de que el amor debe ser algo «no-egoísta». Es necesario estar firmemen¬te asentado en sí mismo, es necesario apoyarse valerosamente sobre las propias piernas, pues de otro modo no es posible amar. Esto lo saben demasiado bien, en definitiva, las mujer¬citas: no saben qué diablos hacer con hombres desinteresa¬dos, con hombres meramente objetivos. ¿Me es lícito atre¬verme a expresar de paso la sospecha de que yo conozco a las mujercitas? Esto forma parte de mi dote dionisiaca. ¿Quién sabe? Tal vez sea yo el primer psicólogo de lo eterno femeni¬no. Todas ellas me aman –una vieja historia– descontando las mujercitas lisiadas, las «emancipadas», a quienes les falta la herramienta para tener hijos. Por fortuna, yo no tengo ningún deseo de dejarme desgarrar: la mujer perfecta des¬garra cuando ama. Conozco a esas amables ménades. ¡Ay, qué peligrosos, insinuantes, subterráneos animalillos de presa!, ¡y tan agradables además! Una mujercita que persi¬gue su venganza sería capaz de atropellar al destino mismo. La mujer es indeciblemente más malvada que el hombre, también más lista; la bondad en la mujer es ya una forma de degeneración. Hay en el fondo de todas las denominadas «almas bellas» un defecto fisiológico, no lo digo todo, pues de otro modo me volvería medio cínico. La lucha por la igual¬dad de derechos es incluso un síntoma de enfermedad: todo médico lo sabe. Cuanto más mujer es la mujer, tanto más se defiende con manos y pies contra los derechos en general: el estado natural, la guerra eterna entre los sexos, le otorga con mucho el primer puesto. ¿Se ha tenido oídos para es¬cuchar mi definición del amor? Es la única digna de un filó¬sofo. Amor, en sus medios la guerra, en su fondo el odio mortal de los sexos. ¿Se ha oído mi respuesta a la pregun¬ta sobre cómo se cura a una mujer, sobre cómo se la «redi¬me»? Se le hace un hijo. La mujer necesita hijos, el varón no es nunca nada más que un medio, así habló Zaratustra. «Emancipación de la mujer», esto representa el odio ins¬tintivo de la mujer mal constituida, es decir, incapaz de pro¬crear, contra la mujer bien constituida; la lucha contra el «varón» no es nunca más que un medio, un pretexto, una táctica. Al elevarse a sí misma como «mujer en sí», como «mujer superior», como «mujer idealista», quiere rebajar el nivel general de la mujer; ningún medio más seguro para esto que estudiar bachillerato, llevar pantalones y tener los dere¬chos políticos del animal electoral. En el fondo las mujeres emancipadas son las anarquistas en el mundo de lo «eterno fe¬menino», las fracasadas, cuyo instinto más radical es la ven¬ganza. Todo un género del más maligno «idealismo» –que, por lo demás, también se da entre varones, por ejemplo en Henrik Ibsen, esa típica soltera vieja– tiene como meta enve¬nenar la buena conciencia, lo que en el amor sexual es natura¬leza. Y para no dejar ninguna duda sobre mi mentalidad, tan honnéte [honesta] como rigurosa a este propósito, voy a expo¬ner otra proposición de mi código moral contra el vicio; bajo el nombre de vicio yo combato toda clase de contranaturaleza o, si se aman las bellas palabras, de idealismo. El principio dice así: «La predicación de la castidad es una incitación pú¬blica a la contranaturaleza. Todo desprecio de la vida sexual, toda impurificación de esa vida con el concepto de "impuro", es el auténtico pecado contra el espíritu santo de la vida».
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Para dar una idea de mí como psicólogo recojo aquí un cu¬rioso fragmento de sicología que aparece en Más allá del bien y del mal. Prohíbo, por lo demás, toda conjetura acerca de quién es el descrito por mí en este pasaje. «El genio del corazón, tal como lo posee aquel gran oculto, el dios-ten¬tador y cazarratas nato de las conciencias, cuya voz sabe des¬cender hasta el inframundo de toda alma, que no dice una palabra, no lanza una mirada en las que no haya un propósi¬to y un guiño de seducción, de cuya maestría forma parte el saber parecer y no aquello que él es, sino aquello que cons¬tituye, para quienes lo siguen, una compulsión más para acercarse cada vez más a él, para seguirle de un modo cada vez más íntimo y radical: el genio del corazón, que a todo lo que es ruidoso y se complace en sí mismo lo hace enmu¬decer y le enseña a escuchar, que pule las almas rudas y les da a gustar un nuevo deseo, el de estar quietas como un espe¬jo, para que el cielo profundo se refleje en ellas; el genio del corazón, que a la mano torpe y apresurada le enseña a vaci¬lar y a coger las cosas con mayor delicadeza, que adivina el tesoro oculto y olvidado, la gota de bondad y de dulce espiri¬tualidad escondida bajo el hielo grueso y opaco y es una va¬rita mágica para todo grano de oro que yació largo tiempo sepultado en la prisión del mucho cieno y arena; el genio del corazón, de cuyo contacto todo el mundo sale más rico, no agraciado y sorprendido, no beneficiado y oprimido como por un bien ajeno, sino más rico de sí mismo, más nuevo que antes, removido, oreado y sonsacado por un viento tibio, tal vez más inseguro, más delicado, más frágil, más quebradizo, pero lleno de esperanzas que aún no tienen nombre, lleno de nueva voluntad y nuevo fluir, lleno de nueva contravoluntad y nuevo refluir...»
El nacimiento de la tragedia
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Para ser justos con El nacimiento de la tragedia (1872) será necesario olvidar algunas cosas. Ha influido e incluso fasci¬nado por lo que tenía de errado, por su aplicación al wagne¬rismo, como si éste fuese un síntoma de ascensión. Este escri¬to fue, justo por ello, un acontecimiento en la vida de Wagner: sólo a partir de aquel instante se pusieron grandes esperanzas en su nombre. Todavía hoy se me recuerda a ve¬ces, en las discusiones sobre Parsifal, que en realidad yo ten¬go sobre mi conciencia el hecho de que haya prevalecido una opinión tan alta sobre el valor cultural de ese movimiento. He encontrado muchas veces citado este escrito como El re¬nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música; sólo se ha tenido oídos para percibir en él una nueva fórmula del arte, del propósito, de la tarea de Wagner; en cambio no se oyó lo que de valioso encerraba en el fondo ese escrito. «Grecia y el pesimismo», éste habría sido un título menos ambiguo; es decir, una primera enseñanza acerca de cómo los griegos acabaron con el pesimismo, de con qué lo supe¬raron. Precisamente la tragedia es la prueba de que los griegos no fueron pesimistas: Schopenhauer se equivocó aquí, como se equivocó en todo. Examinándolo con cierta neutra¬lidad, El nacimiento de la tragedia parece un escrito muy in¬tempestivo: nadie imaginaría que fue comenzado bajo los truenos de la batalla de Wörth. Yo medité a fondo estos pro¬blemas ante los muros de Metz, en frías noches de septiem¬bre, mientras trabajaba en el servicio de sanidad; podría creerse más bien que la obra fue escrita cincuenta años an¬tes. Es políticamente indiferente –no «alemana», se dirá hoy–, desprende un repugnante olor hegeliano, sólo en algu¬nas fórmulas está impregnada del amargo perfume cadavé¬rico de Schopenhauer. Una «idea» –la antítesis dionisiaco y apolíneo–, traspuesta a lo metafísico; la historia misma, vista como el desenvolvimiento de esa «idea»; en la tragedia, la antítesis superada en unidad; desde esa óptica, cosas que jamás se habían mirado cara a cara, puestas súbitamente frente a frente, iluminadas y comprendidas unas por medio de otras. La ópera, por ejemplo, y la revolución. Las dos innovaciones decisivas del libro son, por un lado, la com¬prensión del fenómeno dionisiaco en los griegos: el libro ofrece la primera sicología de ese fenómeno, ve en él la raíz única de todo el arte griego. Lo segundo es la comprensión del socratismo: Sócrates, reconocido por vez primera como instrumento de la disolución griega, como décadent típico. «Racionalidad» contra instinto. ¡La racionalidad a cual¬quier precio, como violencia peligrosa, como violencia que socava la vida! En todo el libro, un profundo, hostil silen¬cio contra el cristianismo. Éste no es ni apolíneo ni dioni¬siaco; niega todos los valores estéticos, los únicos valores que El nacimiento de la tragedia reconoce: el cristianismo es nihilista en el más hondo sentido, mientras que en el símbolo dionisiaco se alcanza el límite extremo de la afir¬mación. En una ocasión se alude a los sacerdotes cristianos como una «pérfida especie de enanos», de «subterrá¬neos».
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Este comienzo es extremadamente notable. Yo había descu¬bierto el único símbolo y la única réplica de mi experiencia más íntima que la historia posee, justo por ello había sido yo el primero en comprender el maravilloso fenómeno de lo dionisiaco. Asimismo, por el hecho de reconocer a Sócrates como décadent había dado yo una prueba totalmente ine¬quívoca de que la seguridad de mi garra psicológica no es puesta en peligro por ninguna idiosincrasia moral: la mo¬ral misma entendida como síntoma de décadence es una innovación, una singularidad de primer rango en la historia del conocimiento. ¡Con estas dos ideas había saltado yo muy alto por encima de la lamentable charlatanería, propia de mentecatos, sobre optimismo contra pesimismo! Yo fui el primero en ver la auténtica antítesis: el instinto degenera¬tivo, que se vuelve contra la vida con subterránea avidez de venganza ( el cristianismo, la filosofia de Schopenhauer, en cierto sentido ya la filosofía de Platón, el idealismo entero, como formas típicas), y una fórmula de la afirmación supre¬ma, nacida de la abundancia, de la sobreabundancia, un de¬cir sí sin reservas aun al sufrimiento, aun a la culpa misma, aun a todo lo problemático y extraño de la existencia. Este sí último, gozosísimo, exuberante, arrogantísimo dicho a la vida no es sólo la intelección suprema, sino también la más honda, la más rigurosamente confirmada y sostenida por la verdad y la ciencia. No hay que sustraer nada de lo que exis¬te, nada es superfluo; los aspectos de la existencia rechaza¬dos por los cristianos y otros nihilistas pertenecen incluso a un orden infinitamente superior, en la jerarquía de los valo¬res, que aquello que el instinto de décadence pudo lícitamen¬te aprobar, llamar bueno. Para captar esto se necesita coraje y, como condición de él, un exceso de fuerza: pues nos acer¬camos a la verdad exactamente en la medida en que al coraje le es lícito osar ir hacia delante, exactamente en la medida de la fuerza. El conocimiento, el decir sí a la realidad, es para el fuerte una necesidad, así como son una necesidad para el débil, bajo la inspiración de su debilidad, la cobardía y la huida frente a la realidad, el «ideal». El débil no es dueño de conocer: los décadents tienen necesidad de la mentira, ella es una de sus condiciones de conservación. Quien no sólo comprende la palabra «dionisiaco», sino que se comprende a sí mismo en ella, no necesita ninguna refutación de Platón, o del cristianismo, o de Schopenhauer , huele la putrefac¬ción.
3
En qué medida, justo con esto, había encontrado yo el con¬cepto de lo «trágico» y había llegado al conocimiento defini¬tivo de lo que es la sicología de la tragedia, es cosa que he vuelto a exponer últimamente en el Crepúsculo de los ídolos, p. 139. «El decir sí a la vida incluso en sus problemas más extraños y duros; la voluntad de vida, regocijándose en su propia inagotabilidad al sacrificar a sus tipos más altos, a eso fue a lo que yo llamé dionisiaco, eso fue lo que yo adiviné como puente que lleva a la sicología del poeta trágico. No para desembarazarse del espanto y la compasión, no para purificarse de un afecto peligroso mediante una vehemente descarga de ese afecto –así lo entendió Aristóteles– sino para, más allá del espanto y la compasión, ser nosotros mis¬mos el eterno placer del devenir, ese placer que incluye en sí también el placer de destruir». En este sentido tengo de¬recho a considerarme el primer filósofo trágico, es decir, la máxima antítesis y el máximo antípoda de un filósofo pesi¬mista. Antes de mí no existe esta transposición de lo dioni¬siaco a un pathos filosófico: falta la sabiduría trágica; en vano he buscado indicios de ella incluso en los grandes grie¬gos de la filosofía, los de los dos siglos anteriores a Sócrates. Me ha quedado una duda con respecto a Heraclito, en cuya cercanía siento más calor y me encuentro de mejor humor que en ningún otro lugar. La afirmación del fluir y del ani¬quilar, que es lo decisivo en la filosofia dionisiaca, el decir sí a la antítesis y a la guerra, el devenir, el rechazo radical incluso del concepto mismo de «ser»; en esto tengo que reconocer, en cualquier circunstancia, lo más afín a mí entre lo que has¬ta ahora se ha pensado. La doctrina del «eterno retorno», es decir, del ciclo incondicional, infinitamente repetido, de to¬das las cosas, esta doctrina de Zaratustra podría, en defini¬tiva, haber sido enseñada también por Heraclito. Al menos la Estoa, que ha heredado de Heraclito casi todas sus ideas fundamentales, conserva huellas de esa doctrina.
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En este escrito deja oír su voz una inmensa esperanza. Yo no tengo, en definitiva, motivo alguno para renunciar a la espe¬ranza de un futuro dionisiaco de la música. Adelantemos nuestra mirada un siglo, supongamos que mi atentado con¬tra los milenios de contranaturaleza y de violación del hom¬bre tiene éxito. Aquel nuevo partido de la vida que tiene en sus manos la más grande de todas las tareas, la cría selectiva de la humanidad, incluida la inexorable aniquilación de todo lo degenerado y parasitario, hará posible de nuevo en la tierra aquella demasía de vida de la cual tendrá que volver a nacer también el estado dionisiaco. Yo prometo una edad trágica: el arte supremo en el decir sí a la vida, la tragedia, volverá a nacer cuando la humanidad tenga detrás de sí la conciencia de las guerras más duras, pero más necesarias, sin sufrir por ello. A un psicólogo le sería lícito añadir incluso que lo que en mis años jóvenes oí yo en la música wagneriana no tiene nada que ver en absoluto con Wagner; que cuando yo describía la música dionisiaca describía aquello que yo había oído, que yo tenía que trasponer y transfigurar instintivamente todas las cosas al nuevo espíri¬tu que llevaba dentro de mí. La prueba de ello, tan fuerte como sólo una prueba puede serlo, es mi escrito Wagner en Bayreuth: en todos los pasajes psicológicamente decisivos se habla únicamente de mí, es lícito poner sin ningún reparo mi nombre o la palabra «Zaratustra» allí donde el texto pone la palabra «Wagner». La entera imagen del artista ditirámbi¬co es la imagen del poeta preexistente del Zaratustra, dibu¬jado con abismal profundidad y sin rozar siquiera un solo instante la realidad wagneriana. Wagner mismo tuvo una noción de ello; no se reconoció en aquel escrito. Asimis¬mo, «el pensamiento de Bayreuth» se había transformado en algo que no será un concepto enigmático para los conocedo¬res de mi Zaratustra, en aquel gran mediodía en que los ele¬gidos entre todos se consagran a la más grande de todas las tareas ¿quién sabe? La visión de una fiesta que yo viviré todavía. El pathos de las primeras páginas pertenece a la historia universal; la mirada de que se habla en la página séptima es la genuina mirada de Zaratustra; Wagner, Bayreuth, toda la pequeña miseria alemana es una nube en la que se refleja un infinito espejismo del futuro. Incluso psico¬lógicamente, todos los rasgos de mi naturaleza propia están inscritos en la de Wagner, la yuxtaposición de las fuerzas más luminosas y fatales, la voluntad de poder como jamás hombre alguno la ha poseído, la valentía brutal en lo espiri¬tual, la fuerza ilimitada para aprender sin que la voluntad de acción quedase oprimida por ello. Todo en este escrito es un presagio: la cercanía del retorno del espíritu griego, la nece¬sidad de Antialejandros que vuelvan a atar el nudo gordia¬no de la cultura griega, después de que ha sido desatado. Óigase el acento histórico-universal con que se introduce en la página 30 el concepto de «mentalidad trágica»: todos los acentos de este escrito pertenecen a la historia universal. Ésta es la «objetividad» más extraña que puede existir: la ab¬soluta certeza sobre lo que yo soy se proyectó sobre cualquier realidad casual, la verdad sobre mí dejaba oír su voz desde una horrorosa profundidad. En la página 71 se describe y anticipa con incisiva seguridad el estilo del Zaratustra; y ja¬más se encontrará una expresión más grandiosa para des¬cribir el acontecimiento Zaratustra, el acto de una gigantes¬ca purificación y consagración de la humanidad, que la que fue hallada en las páginas 43-46.
Las Intempestivas
1
Las cuatro Intempestivas son íntegramente belicosas. De¬muestran que yo no era ningún «Juan el Soñador», que me gusta desenvainar la espada, acaso también que tengo peli¬grosamente suelta la muñeca. El primer ataque (1873) fue para la cultura alemana, a la que ya entonces miraba yo des¬de arriba con inexorable desprecio. Una cultura carente de sentido, de sustancia, de meta: una mera «opinión públi¬ca». No hay peor malentendido, decía yo, que creer que el gran éxito bélico de los alemanes prueba algo en favor de esa cultura y, mucho menos, su victoria sobre Francia. La se¬gunda Intempestiva (1874) descubre lo que hay de peligroso, de corrosivo y envenenador de la vida, en nuestro modo de hacer ciencia: la vida, enferma de este engranaje y este me¬canismo deshumanizados, enferma de la «impersonalidad» del trabajador, de la falsa economía de la «división del traba¬jo». Se pierde la finalidad, esto es, la cultura: el medio, el cul¬tivo moderno de la ciencia, barbariza. En este tratado el «sentido histórico», del cual se halla orgulloso este siglo, fue reconocido por vez primera como enfermedad, como signo típico de decadencia. En la tercera y en la cuarta Intempesti¬vas son confrontadas, como señales hacia un concepto supe¬rior de cultura, hacia la restauración del concepto de «cultu¬ra», dos imágenes del más duro egoísmo, de la más dura cría de un ego, tipos intempestivos par excellence, llenos de sobe¬rano desprecio por todo lo que a su alrededor se llamaba Reich, «cultura», «cristianismo», «Bismarck», «éxito», Scho¬penhauer y Wagner o, en una sola palabra, Nietzsche.
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El primero de estos cuatro atentados tuvo un éxito extraor¬dinario. El revuelo que provocó fue espléndido en todos los sentidos. Yo había tocado a una nación victoriosa en su pun¬to vulnerable; decía que su victoria no era un aconteci¬miento cultural, sino tal vez, tal vez, algo completamente distinto... La respuesta llegó de todas partes y no sólo, en ab¬soluto, de los viejos amigos de David Strauss, a quien yo ha¬bía puesto en ridículo, presentándolo como tipo de cultifi¬listeo alemán y como satisfait [satisfecho], en suma, como autor de su evangelio de cervecería de la «antigua y la nueva fe» (la expresión «cultifilisteo» ha permanecido desde entonces en el idioma, introducida en él por mi escrito). Esos viejos amigos, a quienes en su calidad de wurtember¬gueses y suabos había asestado yo una profunda puñalada al haber encontrado ridículo a su extraño animal, a su avestruz (Strauss), respondieron de manera tan proba y grosera como yo, de algún modo, podía desear; las réplicas prusia¬nas fueron más inteligentes, encerraban en sí más «azul Prusia». Lo más indecoroso lo realizó un periódico de Leip¬zig, el tristemente famoso Grenzboten; me costó trabajo que mis indignados amigos de Basilea no tomasen ninguna medida. Sólo algunos viejos señores se pusieron incondicio¬nalmente de mi parte, por razones diversas y, en parte, im¬posibles de averiguar. Entre ellos, Ewald, de Gotinga, que dio a entender que mi atentado había resultado mortal para Strauss. Asimismo el viejo hegeliano Bruno Bauer, en el que he tenido desde entonces uno de mis lectores más aten¬tos. En sus últimos años le gustaba hacer referencia a mí, in¬dicarle, por ejemplo, al señor Von Treitschke, el historiógrafo prusiano, quién era la persona a la que él podía preguntar para informarse sobre el concepto de «cultura», que aquél había perdido. Lo más meditado, también lo más extenso sobre el escrito y su autor fue dicho por un viejo dis¬cípulo del filósofo Von Baader, un cierto catedrático llama¬do Hoffmann, de Wurzburgo. Éste preveía, por este escri¬to, que me esperaba un gran destino, provocar una especie de crisis y de suprema decisión en el problema del ateísmo, cuyo tipo más instintivo y más audaz advirtió en mí. El ateís¬mo era lo que me llevaba a Schopenhauer, decía. Pero el ar¬tículo, con mucho, mejor escuchado, el más amargamente sentido, fue uno extraordinariamente fuerte y valeroso, en defensa mía, del, por lo demás, tan suave Karl Hillebrand, el último alemán humano que ha sabido manejar la pluma. Su artículo se leyó en la Augsburger Zeitung; hoy puede leerse, en una forma algo más cauta, en sus obras completas. Mi escrito era presentado en él como un acontecimiento, como un punto de viraje, como una primera toma de conciencia, como un signo óptimo, como un auténtico retorno de la se¬riedad alemana y de la pasión alemana en asuntos del espí¬ritu. Hillebrand elogiaba mucho la forma del escrito, su gus¬to maduro, su perfecto tacto en discernir entre persona y cosa: lo destacaba como el mejor texto polémico que se ha¬bía escrito en lengua alemana, en ese arte de la polémica, que precisamente para los alemanes resulta tan peligroso, tan desaconsejable. Estaba incondicionalmente de acuerdo conmigo, incluso iba más lejos que yo en aquello que me ha¬bía atrevido a decir sobre el encanallamiento del idioma en Alemania (hoy se las dan de puristas y no saben ya construir una frase), mostrando idéntico desprecio por los «primeros escritores» de esa nación, y terminaba expresan¬do su admiración por mi coraje, aquel «coraje supremo que llevaba al banquillo de los acusados precisamente a los hijos predilectos de un pueblo». La repercusión de este es¬crito en mi vida es realmente inapreciable. Desde entonces nadie ha buscado pendencias conmigo. En Alemania se me silencia, se me trata con una sombría cautela: desde hace años he usado de una incondicional libertad de palabra, para la cual nadie hoy, y menos que en ninguna parte en el Reich, ha tenido suficientemente libre la mano. Mi paraíso está «a la sombra de mi espada». En el fondo yo había pues¬to en práctica una máxima de Stendhal: éste aconseja que se haga la entrada en sociedad con un duelo. ¡Y cómo había elegido a mi adversario!, ¡el primer librepensador alemán!. De hecho en mi escrito se dejó oír por vez primera una espe¬cie completamente nueva de librepensamiento: hasta hoy nada me es más lejano y menos afín que toda la especie euro¬pea y norteamericana de libres penseurs [librepensadores]. Mi discordia con ellos, con esos incorregibles mentecatos y bufones de las «ideas modernas», es incluso más profunda que con cualquiera de sus adversarios. También ellos, a su manera, quieren «mejorar» la humanidad, a su imagen; ha¬rían una guerra implacable a lo que yo soy, a lo que yo quiero, en el supuesto de que lo comprendieran, todos ellos creen todavía en el «ideal». Yo soy el primer inmoralista.
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Exceptuadas, como es obvio, algunas cosas, yo no afirmaría que las Intempestivas señaladas con los nombres de Scho¬penhauer y de Wagner puedan servir especialmente para comprender o incluso sólo plantear el problema psicológico de ambos casos. Así, por ejemplo, con profunda seguridad instintiva se dice ya aquí que la realidad básica de la natura¬leza de Wagner es un talento de comediante, talento que, en sus medios y en sus intenciones, no hace más que extraer sus consecuencias. En el fondo yo quería, con estos escritos, ha¬cer otra cosa completamente distinta que sicología: en ellos intentaba expresarse por vez primera un problema de edu¬cación sin igual, un nuevo concepto de la cría de un ego, de la auto-defensa, hasta llegar a la dureza, un camino hacia la grandeza y hacia tareas histórico-universales. Hablando a grandes rasgos, yo agarré por los cabellos, como se agarra por los cabellos una ocasión, dos tipos famosos y todavía no definidos en absoluto, con el fin de expresar algo, con el fin de tener en la mano unas cuantas fórmulas, signos, medios lingüísticos más. En definitiva, esto se halla también insi¬nuado, con una sagacidad completamente inquietante, en la página 93 de la tercera Intempestiva. Así es como Platón se sirvió de Sócrates, como de una semiótica para Platón. Ahora que vuelvo la vista desde cierta lejanía a las situacio¬nes de las que estos escritos son testimonio, no quisiera yo negar que en el fondo hablan meramente de mí. El escrito Wagner en Bayreuth es una visión de mi futuro; en cambio, en Schopenhauer como educador está inscrita mi historia más íntima, mi devenir. ¡Sobre todo, mi voto solemne! ¡Oh, cuán lejos me encontraba yo entonces todavía de lo que soy hoy, del lugar en que me encuentro hoy, en una altura en la que ya no hablo con palabras, sino con rayos! Pero yo veía el país –no me engañé ni un solo instante acerca del camino, del mar, del peligro– ¡y del éxito! ¡El gran sosiego en el pro¬meter, ese feliz mirar hacia un futuro que no se quedará en simple promesa! Aquí toda palabra está vivida, es profun¬da, íntima; no faltan cosas dolorosísimas, hay allí palabras que en verdad sangran. Pero un viento propio de la gran li¬bertad sopla sobre todo; la herida misma no actúa como ob¬jeción. Sobre cómo concibo yo al filósofo, como un terri¬ble explosivo ante el cual todo se encuentra en peligro, sobre cómo separo yo miles de millas mi concepto «filósofo» de un concepto que comprende en sí todavía incluso a Kant, para no hablar de los «rumiantes» académicos y otros cate¬dráticos de filosofía: sobre todo esto ofrece ese escrito una enseñanza inapreciable, aun concediendo que quien aquí habla no es, en el fondo, «Schopenhauer como educador», sino su antítesis, «Nietzsche como educador». Si se tiene en cuenta que mi oficio era entonces el de docto, y, tal vez tam¬bién, que yo entendía mi oficio, no carece de significación que en este escrito aparezca bruscamente un áspero frag¬mento de sicología del docto: expresa el sentimiento de la distancia, la profunda seguridad sobre lo que en mí puede ser tarea y lo que puede ser simplemente medio, entreacto y elemento accesorio. Mi listeza es haber sido muchas co¬sas y en muchos lugares, para poder llegar a ser una única cosa. Por cierto tiempo tuve que ser también un docto.
Humano, demasiado humano
Con dos continuaciones
1
Humano, demasiado humano es el monumento de una cri¬sis. Dice de sí mismo que es un libro para espíritus libres: casi cada una de sus frases expresa una victoria - con él me liberé de lo que no pertenecía a mi naturaleza. No pertenece a ella el idealismo: el título dice «donde vosotros veis cosas ideales, veo yo ¡cosas humanas, ay, sólo demasiado humanas!» Yo conozco mejor al hombre. La expresión «espíritu libre» quiere ser entendida aquí en este único sentido: un espíritu devenido libre, que ha vuelto a tomar posesión de sí. El tono, el sonido de la voz se ha modificado completamente: se en¬contrará este libro inteligente, frío, a veces duro y sarcástico. Cierta espiritualidad de gusto aristocrático parece sobrepo¬nerse de continuo a una corriente más apasionada que se desliza por el fondo. En este contexto tiene sentido el que la publicación del libro ya en el año 1878 se disculpase propia¬mente, por así decirlo, con la celebración del centenario de la muerte de Voltaire. Pues Voltaire, al contrario de todos los que escribieron después de él, es sobre todo un grand seigneur [gran señor] del espíritu: exactamente lo que yo tam¬bién soy. El nombre «Voltaire» sobre un escrito mío –esto era un verdadero progreso– hacia mí. Si se mira con mayor atención, se descubre un espíritu inmisericorde que conoce todos los escondites en que el ideal tiene su casa, en que tiene sus mazmorras y, por así decirlo, su última seguridad. Una antorcha en las manos, la cual no da en absoluto una luz «vacilante», es lanzada, con una claridad incisiva, para que lo ilumine, a ese inframundo del ideal. Es la guerra, pero la guerra sin pólvora y sin humo, sin actitudes bélicas, sin pa¬thos ni miembros dislocados, todo eso sería aún «idealis¬mo». Un error detrás del otro va quedando depositado sobre el hielo, el ideal no es refutado, se congela. Aquí, por ejem¬plo, se congela «el genio»; un rincón más allá se congela «el santo»; bajo un grueso témpano se congela «el héroe»; al fi¬nal se congela «la fe», la denominada «convicción», también la «compasión» se enfría considerablemente; casi en todas partes se congela «la cosa en sí».
2
Los inicios de este libro se sitúan en las semanas de los pri¬meros Festivales de Bayreuth: una profunda extrañeza fren¬te a todo lo que allí me rodeaba es uno de sus presupuestos. Quien tenga una idea de las visiones que ya entonces, me ha¬bían salido a mí al paso podrá adivinar de qué humor me en¬contraba cuando un día me desperté en Bayreuth. Total¬mente como si soñase. ¿Dónde estaba yo? No reconocía nada, apenas reconocí a Wagner. En vano hojeaba mis re¬cuerdos. Tribschen, una lejana isla de los bienaventura¬dos: ni sombra de semejanza. Los días incomparables en que se colocó la primera piedra, el pequeño grupo pertinente que lo festejó y al cual no había que desear dedos para las co¬sas delicadas: ni sombra de semejanza. ¿Qué había ocurrido? ¡Se había traducido a Wagner al alemán! ¡El wagneriano se había enseñoreado de Wagner! ¡El arte alemán! ¡el maestro alemán!, ¡la cerveza alemana!. Nosotros los ajenos á aquello, los que sabíamos demasiado bien cómo el arte de Wagner habla únicamente a los artistas refinados, al cosmopolitismo del gusto, estábamos fuera de nosotros mis¬mos al reencontrar a Wagner enguirnaldado con «virtu¬des» alemanas. Pienso que yo conozco al wagneriano, he «vivido» tres generaciones de ellos, desde el difunto Breu¬del, que confundía a Wagner con Hegel, hasta los idealis¬tas de los BayreutherBlätter [Hojas de Bayreuth], que con¬fundían a Wagner consigo mismos; he oído toda suerte de confesiones de «almas bellas» sobre Wagner. ¡Un reino por una sola palabra sensata! ¡En verdad, una compañía que ponía los pelos de punta! ¡Nohl, Pohl, Kohl, mit Gra¬zie in infinitum [con gracia, hasta el infinito]! No falta entre ellos ningún engendro, ni siquiera el antisemita. ¡Pobre Wagner! ¡Dónde había caído! ¡Si al menos hubiera caído entre puercos! ¡Pero entre alemanes! En fin, habría que empalar, para escarmiento de la posteridad, a un ge¬nuino bayreuthiano, o mejor, sumergirlo en spiritus [alco¬hol], pues spiritus [espíritu] es lo que falta, con esta le¬yenda: este aspecto ofrecía el «espíritu» sobre el que se fundó el «Reich». Basta, en medio de todo me marché de allí por dos semanas, de manera muy súbita, aunque una encantadora parisiense intentaba consolarme; me dis¬culpé con Wagner mediante un simple telegrama de texto fatalista. En un lugar profundamente escondido en los bos¬ques de la Selva Bohemia, Klingenbrunn, me ocupé de mi melancolía y de mi desprecio de los alemanes como si se tratase de una enfermedad - y de vez en cuando escribía, con el título global de «La reja del arado», una frase en mi libro de notas, todas, Psicologica [observaciones psicológi¬cas] duras, que acaso puedan reencontrarse todavía en Hu¬mano, demasiado humano.
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Lo que entonces se decidió en mí no fue, acaso, una ruptura con Wagner; yo advertía un extravío total de mi instinto, del cual era meramente un signo cada desacierto particular, se llamase Wagner o se llamase cátedra de Basilea. Una im¬paciencia conmigo mismo hizo presa en mí; yo veía que ha¬bía llegado el momento de reflexionar sobre mí. De un solo golpe se me hizo claro, de manera terrible, cuánto tiempo había sido ya desperdiciado, qué aspecto inútil, arbitrario, ofrecía toda mi existencia de filólogo, comparada con mi ta¬rea. Me avergoncé de esta falsa modestia. Habían pasado diez años en los cuales la alimentación de mi espíritu había quedado propiamente detenida, en los que no había apren¬dido nada utilizable, en los que había olvidado una absurda cantidad de cosas a cambio de unos cachivaches de polvo¬rienta erudición. Arrastrarme con acribia y ojos enfermos a través de los métricos antiguos, ¡a esto había llegado! Me vi, con lástima, escuálido, famélico: justo las realidades eran lo que faltaba dentro de mi saber, y las «idealidades», ¡para qué diablos servían! Una sed verdaderamente ar¬diente se apoderó de mí: a partir de ese momento no he cul¬tivado de hecho nada más que fisiología, medicina y ciencias naturales, incluso a auténticos estudios históricos he vuel¬to tan sólo cuando la tarea me ha forzado imperiosamente a ello. Entonces adiviné también por vez primera la conexión existente entre una actividad elegida contra los propios ins¬tintos, eso que se llama «profesión» (Beruf), y que es la cosa a la que menos estamos llamados y aquella imperiosa ne¬cesidad de lograr una anestesia del sentimiento de vacío y de hambre por medio de un arte narcótico, por medio del arte de Wagner, por ejemplo. Mirando a mi alrededor con mayor cuidado he descubierto que un gran número de jóvenes se encuentra en ese mismo estado de miseria: una primera contranaturaleza fuerza formalmente otra segunda. En Ale¬mania, en el «Reich», para hablar inequívocamente, dema¬siados hombres están condenados a decidirse prematura¬mente y luego, bajo un peso que no es posible arrojar, a perecer por cansancio. Éstos anhelan Wagner como un opio, se olvidan de sí mismos, se evaden de sí mismos por un instante. ¡Qué digo! - ¡por cinco o seis horas!¬
4
Entonces mi instinto se decidió implacablemente a que no continuasen aquel ceder ante otros, aquel acompañar a otros, aquel confundirme a mí mismo con otros. Cualquier modo de vida, las condiciones más desfavorables, la enfer¬medad, la pobreza. Todo me parecía preferible a aquel in¬digno «desinterés» en que yo había caído, primero por ignorancia, por juventud, pero al que más tarde había per¬manecido aferrado por pereza, por lo que se llama «senti¬miento del deber». Aquí vino en mi ayuda de una manera que no puedo admirar bastante, y justo en el momento pre¬ciso, aquella mala herencia de mi padre, en el fondo, una predestinación a una muerte temprana. La enfermedad me sacó con lentitud de todo aquello: me ahorró toda ruptura, todo paso violento y escandaloso. No perdí entonces ningu¬na benevolencia y conquisté varias más. La enfermedad me proporcionó asimismo un derecho a dar completamente la vuelta a todos mis hábitos: me permitió olvidar, me ordenó olvidar; me hizo el regalo de obligarme a la quietud, al ocio, a aguardar, a ser paciente. ¡Pero esto es lo que quiere decir pensar! Mis ojos, por sí solos, pusieron fin a toda biblio¬manía, hablando claro: a la filología: yo quedaba «redimido» del libro, durante años no volví a leer nada ¡el máximo be¬neficio que me he procurado! El mí-mismo más profundo, casi sepultado, casi enmudecido bajo un permanente tener-que-oír a otros sí-mismos (¡y esto significa, en efecto, leer!), se despertó lentamente, tímido, dubitativo, pero al final volvió a hablar. Nunca he sido tan feliz conmigo mismo como en las épocas más enfermas y más dolorosas de mi vida: basta mirar Aurora, o El caminante y su sombra, para comprender lo que significó esta «vuelta a mí mismo»: ¡una especie suprema de curación! La otra no fue más que una consecuencia de ésta.
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Humano, demasiado humano, este monumento de una rigu¬rosa cría de un ego, con la que puse bruscamente fin en mí a toda patraña superior, a todo «idealismo», a todo «senti¬miento bello» y a otras debilidades femeninas que se habían infiltrado en mí, fue redactado en sus partes principales en Sorrento; quedó concluido y alcanzó forma definitiva du¬rante un invierno pasado en Basilea, en condiciones incomparablemente peores que las de Sorrento. En el fondo quien tiene sobre su conciencia este libro es el señor Peter Gast, que entonces estudiaba en la Universidad de Basilea y que se hallaba muy ligado a mí. Yo dictaba, con la cabeza dolorida y vendada; él transcribía, él corregía también, él fue, en el fondo, el auténtico escritor, mientras que yo fui meramente el autor. Cuando por fin tuve en mis manos el libro acabado –con profundo asombro de un enfermo grave–, mandé, en¬tre otros, dos ejemplares también a Bayreuth. Por un mila¬gro de sentido en el azar me llegó al mismo tiempo un her¬moso ejemplar del texto de Parsifal, con una dedicatoria de Wagner a mí, «a su querido amigo Friedrich Nietzsche, Ri¬chard Wagner, consejero eclesiástico». Este cruce de los dos libros, a mí me pareció oír en ello un ruido ominoso. ¿No sonaba como si se cruzasen espadas? En todo caso, am¬bos lo sentimos así: pues ambos callamos. Por este tiempo aparecieron los primeros Bayreuther Blätter. yo comprendí para qué cosa había llegado el tiempo. ¡Increíble! Wagner se había vuelto piadoso.
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Del modo como yo pensaba entonces (1876) acerca de mí mismo, de la seguridad tan inmensa con que conocía mi ta¬rea y la importancia histórico-universal de ella, de eso da testimonio el libro entero, pero sobre todo un pasaje muy explícito: sólo que también aquí evité, con mi instintiva as¬tucia, la partícula «yo» y esta vez lancé los rayos de una glo¬ria histórico-universal no sobre Schopenhauer o sobre Wag¬ner, sino sobre uno de mis amigos, el distinguido doctor Paul Rée, por fortuna, un animal demasiado fino para... Otros fueron menos finos: los casos sin esperanza entre mis lectores, por ejemplo el típico catedrático alemán, los he re¬conocido siempre en el hecho de que, apoyándose en este pasaje, han creído tener que entender todo el libro como realismo superior. En verdad el libro contenía mi desa¬cuerdo con cinco, con seis tesis de mi amigo: sobre esto pue¬de leerse el prólogo a La genealogía de la moral. El pasaje dice así: ¿Cuál es, pues, la tesis principal a que ha llegado uno de los más audaces y fríos pensadores, el autor del libro So¬bre el origen de los sentimientos morales (lisez [léase]: Nietz¬sche, el primer inmoralista), en virtud de sus penetrantes e incisivos análisis del obrar humano? «El hombre moral no está más cerca del mundo inteligible que el hombre fisico, pues el mundo inteligible no existe.» Esta frase, templada y afilada bajo los golpes de martillo del conocimiento histó¬rico (lisez [léase]: transvaloración de todos los valores), acaso pueda servir algún día en algún futuro –¡1890!– de hacha para cortar la raíz de la «necesidad metafísica» o de la hu¬manidad, si para bendición o para maldición de ésta, ¿quién podría decirlo? Pero en todo caso es una frase que tie¬ne las más destacadas consecuencias, fecunda y terrible a la vez, que mira al mundo con aquella doble vista que poseen todos los grandes conocimientos.
Aurora
Pensamientos sobre la moral como prejuicio
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Con este libro empieza mi campaña contra la moral. No es que huela lo mas mínimo a pólvora: en él se percibirán olo¬res completamente distintos y mucho más amables, supo¬niendo que se tenga alguna finura en la nariz. Ni artillería pesada, ni tampoco ligera: si el efecto del libro es negativo, tanto menos lo son sus medios, esos medios de los cuales se sigue el efecto como una conclusión, no como un cañonazo. El que el lector diga adiós a este libro llevando consigo una cautela esquiva frente a todo lo que hasta ahora se había lle¬gado a honrar e incluso adorar bajo el nombre de moral no está en contradicción con el hecho de que en todo el libro no aparezca ni una sola palabra negativa, ni un solo ataque, ni una sola malignidad, antes bien, repose al sol, orondo, feliz, como un animal marino que toma el sol entre peñascos. En última instancia, yo mismo era ese animal marino: casi cada una de las frases de este libro está ideada, pescada, en aquel caos de peñascos cercano a Génova, en el cual me encontraba solo y aún tenía secretos con el mar. Todavía ahora, si por casualidad toco este libro, casi cada una de sus frases se convierte para mí en un hilo, tirando del cual ex¬traigo de nuevo algo incomparable de la profundidad: toda su piel tiembla de delicados estremecimientos del recuerdo. No es pequeño el arte que lo distingue en retener un poco cosas que se escabullen ligeras y sin ruido, instantes que yo llamo lagartos divinos, retenerlos no, desde luego, con la crueldad de aquel joven dios griego que simplemente ensar¬taba al pobre lagartillo, pero sí con algo afilado de todos mo¬dos, con la pluma. «Hay tantas auroras que todavía no han resplandecido» –esta inscripción india está colocada so¬bre la puerta que da entrada a este libro. ¿Dónde busca su au¬tor aquella nueva mañana, aquel delicado arrebol no descubierto aún, con el que de nuevo un día ¡ ay, toda una serie, un mundo entero de nuevos días! se inicia? En una trans¬valoración de todos los valores, en el desvincularse de todos los valores morales, en un decir sí y tener confianza en todo lo que hasta ahora ha sido prohibido, despreciado, maldeci¬do. Este libro que dice sí derrama su luz, su amor, su ternura nada más que sobre cosas malas, les devuelve otra vez «el alma», la buena conciencia, el alto derecho y privilegio de existir. La moral no es atacada, simplemente no es tomada ya en consideración. Este libro concluye con un «¿o acaso?», es el único libro que concluye con un «¿o acaso?».
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Mi tarea de preparar a la humanidad un instante de suprema autognosis, un gran mediodía en el que mire hacia atrás y hacia delante, en el que se sustraiga al dominio del azar y de los sacerdotes y plantee por vez primera, en su totalidad, la cuestión del ¿por qué?, del ¿para qué? , esta tarea es una consecuencia necesaria para quien ha comprendido que la humanidad no marcha por sí misma por el camino recto, que no es gobernada en absoluto por un Dios, que, antes bien, el instinto de la negación, de la corrupción, el instinto de décadence ha sido el que ha reinado con su seducción, ocultándose precisamente bajo el manto de los más santos conceptos de valor de la humanidad. El problema de la pro¬cedencia de los valores morales es para mí un problema de primer rango, porque condiciona el futuro de la humanidad. La exigencia de que se debe creer que en el fondo todo se en¬cuentra en las mejores manos, que un libro, la Biblia, pro¬porciona una tranquilidad definitiva acerca del gobierno y la sabiduría divinos en el destino de la humanidad, esa exi¬gencia representa, retraducida a la realidad, la voluntad de no dejar aparecer la verdad sobre el lamentable contrapolo de esto, a saber, que la humanidad ha estado hasta ahora en las peores manos, que ha sido gobernada por los fracasados, por los astutos vengativos, los llamados «santos», esos ca¬lumniadores del mundo y violadores del hombre. El signo decisivo en que se revela que el sacerdote (incluidos los sa¬cerdotes enmascarados, los filósofos) se ha enseñoreado de todo, y no sólo de una determinada comunidad religiosa, el signo en que se revela que la moral de la décadence, la volun¬tad de final, se considera como moral en sí, es el valor incondicional que en todas partes se concede a lo no-egoísta y la enemistad que en todas partes se dispensa a lo egoísta. A quien esté en desacuerdo conmigo en este punto lo conside¬ro infectado. Pero todo el mundo está en desacuerdo con¬migo. Para un fisiólogo tal antítesis de valores no deja nin¬guna duda. Cuando dentro del organismo el órgano más diminuto deja, aunque sea en medida muy pequeña, de pro¬veer con total seguridad a su autoconservación, a la recupe¬ración de sus fuerzas, a su «egoísmo», entonces el todo degenera. El fisiólogo exige la amputación de la parte de¬generada, niega toda solidaridad con lo degenerado, está completamente lejos de sentir compasión por ello. Pero el sacerdote quiere precisamente la degeneración del todo, de la humanidad: por ello conserva lo degenerado; a ese precio domina él a la humanidad. ¿Qué sentido tienen aquellos conceptos-mentiras, los conceptos auxiliares de la moral, «alma», «espíritu», «voluntad libre», «Dios», sino el de arruinar fisiológicamente a la humanidad? Cuando se deja de tomar en serio la auto conservación, el aumento de fuer¬zas del cuerpo, es decir, de la vida, cuando de la anemia se hace un ideal, y del desprecio del cuerpo «la salud del alma», ¿qué es esto más que una receta para la décadence? La pér¬dida del centro de gravedad, la resistencia contra los instin¬tos naturales, en una palabra, el «desinterés» –a esto se ha llamado hasta ahora moral. Con Aurora yo fui el primero en entablar la lucha contra la moral de la renuncia a sí mis¬mo.
La gaya ciencia
(«la gaya scienza»)
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Aurora es un libro que dice sí, un libro profundo, pero lumi¬noso y benévolo. Eso mismo puede afirmarse también, y en grado sumo, de La gaya ciencia: casi en cada una de sus fra¬ses van tiernamente unidas de la mano profundidad y petu¬lancia. Unos versos que expresan la gratitud por el más pro¬digioso mes de enero que yo he vivido –el libro entero es regalo suyo– revelan suficientemente la profundidad desde la que aquí se ha vuelto gaya la «ciencia»:
Oh tú, que con dardo de fuego
el hielo de mi alma has roto,
para que ahora ésta con estruendo
se lance al mar de su esperanza suprema:
cada vez más luminosa y más sana,
libre en la obligación más afectuosa -
¡así es como ella ensalza tus prodigios,
bellísimo Enero!
Lo que «esperanza suprema» significa aquí, ¿quién puede tener dudas sobre ello al ver refulgir, como conclusión del li¬bro cuarto, la belleza diamantina de las primeras palabras del Zaratustra? ¿O al leer las frases graníticas del final del libro tercero, con las cuales se reduce a fórmulas por vez primera un destino para todos los tiempos? Las Canciones del Príncipe Vogelfrei, compuestas en su mayor parte en Sici¬lia, recuerdan de modo explícito el concepto provenzal de la «gaya scienza», aquella unidad de cantor, caballero y espí¬ritu libre que hace que aquella maravillosa y temprana cultu¬ra de los provenzales se distinga de todas las culturas ambi¬guas; sobre todo la poesía última de todas, Al mistral, una desenfrenada canción de danza, en la que, ¡con permiso!, se baila por encima de la moral, es un provenzalismo perfecto.
Así habló Zaratustra
Un libro para todos y para nadie
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Voy a contar ahora la historia del Zaratustra. La concepción fundamental de la obra, el pensamiento del eterno retorno, esa fórmula suprema de afirmación a que puede llegarse en absoluto, es de agosto del año 1881: se encuentra anotado en una hoja a cuyo final está escrito: «A 6.000 pies más alla del hombre y del tiempo» Aquel día caminaba yo junto al lago de Silvaplana a través de los bosques; junto a una impo¬nente roca que se eleva en forma de pirámide no lejos de Surlei, me detuve. Entonces me vino ese pensamiento. Si a partir de aquel día vuelvo algunos meses hacia atrás, en¬cuentro como signo precursor un cambio súbito y, en lo más hondo, decisivo de mi gusto, sobre todo en la música. Acaso sea lícito considerar el Zaratustra entero como música; ciertamente una de sus condiciones previas fue un renaci¬miento en el arte de oír. En una pequeña localidad termal de montaña, no lejos de Vicenza, en Recoaro, donde pasé la pri¬mavera del año 1881, descubrí juntamente con mi maestro y amigo Peter Gast, también él un «renacido», que el fénix Música pasaba volando a nuestro lado con un plumaje más ligero y más luminoso del que nunca había exhibido. Si, por el contrario, cuento a partir de aquel día hacia delante, hasta el parto, que ocurrió de manera repentina y en las cir¬cunstancias más inverosímiles en febrero de 1883 –la parte final, esa misma de la que he citado algunas frases en el Pró¬logo, fue concluida exactamente en la hora sagrada en que Richard Wagner moría en Venecia, resultan dieciocho meses de embarazo. Este número de justamente dieciocho me¬ses podría sugerir, al menos entre budistas, la idea de que en el fondo yo soy un elefante hembra. Al período intermedio corresponde La gaya ciencia, que contiene cien indicios de la proximidad de algo incomparable; al final ella misma ofrece ya el comienzo del Zaratustra; en el penúltimo apartado de su libro cuarto ofrece el pensamiento fundamental del Zaratustra. Asimismo corresponde a este período inter¬medio aquel Himno a la vida (para coro mixto y orquesta) cuya partitura ha aparecido hace dos años en E. W Fritzsch, de Leipzig, síntoma no insignificante tal vez de la situa¬ción de pese año, en el cual el pathos afirmativo par excellen¬ce, llamado por mí el pathos trágico, moraba dentro de mí en grado sumo. Alguna vez en el futuro se cantará ese himno en memoria mía. El texto, lo anoto expresamente, pues circu¬la sobre esto un malentendido, no es mío: es la asombrosa inspiración de una joven rusa con quien entonces mantenía amistad, la señorita Lou von Salomé. Quien sepa extraer un sentido a las últimas palabras del poema adivinará la razón por la que yo lo preferí y admiré: esas palabras poseen gran¬deza. El dolor no es considerado como una objeción contra la vida: «Si ya no te queda ninguna felicidad que darme, ¡bien!, aún tienes tu sufrimiento.» Quizá también mi músi¬ca posea grandeza en ese pasaje. (La nota final del oboe es un do bemol, no un do. Errata de imprenta.) El invierno si¬guiente lo viví en aquella graciosa y tranquila bahía de Rapa¬llo, no lejos de Génova, enclavada entre Chiavari y el pro¬montorio de Portofino. Mi salud no era óptima; el invierno, frío y sobremanera lluvioso; un pequeño albergo [fonda], situado directamente junto al mar, de modo que por la no¬che el oleaje imposibilitaba el sueño, ofrecía, casi en todo, lo contrario de lo deseable. A pesar de ello, y casi para demos¬trar mi tesis de que todo lo decisivo surge «a pesar de», mi Zaratustra nació en ese invierno y en esas desfavorables cir¬cunstancias. Por la mañana yo subía en dirección sur, has¬ta la cumbre, por la magnífica carretera que va hacia Zoagli, pasando junto a los pinos y dominando ampliamente con la vista el mar; por la tarde, siempre que la salud me lo permi¬tía, rodeaba la bahía entera de Santa Margherita, hasta llegar detrás de Portofino. Este lugar y este paisaje se han vuelto aún más próximos a mi corazón por el gran amor que el inolvidable emperador alemán Federico III sentía por ellos; yo me hallaba de nuevo casualmente en esta costa en el otoño de 1886 cuando él visitó por última vez este pequeño olvidado mundo de felicidad. En estos dos caminos se me ocurrió todo el primer Zaratustra, sobre todo Zaratustra mismo en cuanto tipo: más exactamente, éste me asaltó.
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Para entender este tipo es necesario tener primero claridad acerca de su presupuesto fisiológico: éste es lo que yo deno¬mino la gran salud. No sé explicar este concepto mejor y de manera más personal que como ya lo tengo explicado en uno de los apartados finales del libro quinto de La gaya ciencia, «Nosotros los nuevos, los carentes de nombre, los difíciles de entender» –se dice allí–, «nosotros, partos prematuros de un futuro no verificado todavía, necesitamos, para una finali¬dad nueva, también un medio nuevo, a saber, una salud nue¬va, una salud más vigorosa, más avisada, más tenaz, más te¬meraria, más alegre que cuanto lo ha sido hasta ahora cualquier salud. Aquel cuya alma siente sed de haber vivido directamente el ámbito entero de los valores y aspiraciones habidos hasta ahora y de haber recorrido todas las costas de este «Mediterráneo» ideal, aquel que quiere conocer, por las aventuras de su experiencia más propia, qué sentimientos experimenta un conquistador y descubridor del ideal, y asi¬mismo los que experimentan un artista, un santo, un legis¬lador, un sabio, un docto, un piadoso, un divino solitario de viejo estilo: ése necesita para ello, antes de nada, una cosa, la gran salud, una salud que no sólo se posea, sino que ade¬más se conquiste y tenga que conquistarse continuamente, pues una y otra vez se la entrega, se tiene que entregarla. Y ahora, después de que por largo tiempo hemos estado así en camino, nosotros los argonautas del ideal, más valerosos acaso de lo que es prudente, habiendo naufragado y padeci¬do daño con mucha frecuencia, pero, como se ha dicho, más sanos que cuanto se nos querría permitir, peligrosamente sanos, permanentemente sanos, parécenos como si, en recompensa de ello, tuviésemos ante nosotros una tierra no descubierta todavía, cuyos confines nadie ha abarcado aún con su vista, un más allá de todas las anteriores tierras y rinco¬nes del ideal, un mundo tan sobremanera rico en cosas bellas, extrañas, problemáticas, terribles y divinas, que tan¬to nuestra curiosidad como nuestra sed de poseer están fue¬ra de sí ¡ay, que de ahora en adelante no haya nada capaz de saciarnos! ¿Cómo podríamos nosotros, después de tales espectáculos y teniendo tal voracidad de ciencia y de con¬ciencia, contentarnos ya con el hombre actual? Resulta bas¬tante molesto, pero es inevitable que nosotros miremos sus más dignas metas y esperanzas tan sólo con una seriedad difícil de mantener, y acaso ni siquiera miremos ya. Un ideal distinto corre delante de nosotros, un ideal prodigioso, se¬ductor, lleno de peligros, hacia el cual no quisiéramos per¬suadir a nadie, pues a nadie concedemos fácilmente el dere¬cho a él: el ideal de un espíritu que juega ingenuamente, es decir, sin quererlo y por una plenitud y potencialidad exube¬rantes, con todo lo que hasta ahora fue llamado santo, bue¬no, intocable, divino; un espíritu para quien lo supremo, aquello en que el pueblo encuentra con razón su medida del valor, no significa ya más que peligro, decadencia, rebaja¬miento, o, al menos, distracción, ceguera, olvido temporal de sí mismo; el ideal de un bienestar y de un bienquerer a la vez humanos y sobrehumanos, ideal que parecerá inhuma¬no con bastante frecuencia, por ejemplo cuando se sitúa al lado de toda la seriedad terrena habida hasta ahora, al lado de toda la anterior solemnidad en gestos, palabras, sonidos, miradas, moral y deber, como su viviente parodia involun¬taria y sólo con el cual, a pesar de todo eso, se inicia quizá la gran seriedad, se pone por vez primera el auténtico signo de interrogación, da un giro el destino del alma, avanza la aguja, comienza la tragedia.»
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¿Tiene alguien, a finales del siglo XIX un concepto claro de lo que los poetas de épocas poderosas denominaron “inspira¬ción"? En caso contrario, voy a describirlo. Si se conserva un mínimo residuo de superstición, resultaría difícil rechazar de hecho la idea de ser mera encarnación, mero instrumento sonoro, mero medium de fuerzas poderosísimas. El concep¬to de revelación, en el sentido de que de repente, con indeci¬ble seguridad y finura, se deja ver, se deja oír algo, algo que lo conmueve y trastorna a uno en lo más hondo, describe sencillamente la realidad de los hechos. Se oye, no se bus¬ca; se toma, no se pregunta quién es el que da; como un rayo refulge un pensamiento, con necesidad, sin vacilación en la forma; yo no he tenido jamás que elegir. Un éxtasis cuya enorme tensión se desata a veces en un torrente de lágrimas, un éxtasis en el cual unas veces el paso se precipita involun¬tariamente y otras se torna lento; un completo estar-fuera-de-sí, con la clarísima consciencia de un sinnúmero de deli¬cados temblores y estremecimientos que llegan hasta los de¬dos de los pies; un abismo de felicidad en que lo más do¬loroso y sombrío no actúa como antítesis, sino como algo condicionado, exigido, como un color necesario en medio de tal sobreabundancia de luz; un instinto de relaciones rítmi¬cas que abarca amplios espacios de formas, la longitud, la necesidad de un ritmo amplio son casi la medida de la vio¬lencia de la inspiración, una especie de contrapeso a su pre¬sión y a su tensión. Todo acontece de manera sumamente involuntaria, pero como en una tempestad de sentimiento de libertad, de incondicionalidad, de poder, de divinidad. La involuntariedad de la imagen, del símbolo, es lo más dig¬no de atención; no se tiene ya concepto alguno; lo que es imagen, lo que es símbolo, todo se ofrece como la expresión más cercana, más exacta, más sencilla. Parece en realidad, para recordar una frase de Zaratustra, como si las cosas mis¬mas se acercasen y se ofreciesen para símbolo («Aquí todas las cosas acuden acariciadoras a tu discurso y te halagan: pues quieren cabalgar sobre tu espalda. Sobre todos los sím¬bolos cabalgas tú aquí hacia todas las verdades. Aquí se me abren de golpe las palabras y los armarios de palabras de todo ser: todo ser quiere hacerse aquí palabra, todo devenir quiere aquí aprender a hablar de mí.») Ésta es mi expe¬riencia de la inspiración; no tengo duda de que es preciso retroceder milenios atrás para encontrar a alguien que ten¬ga derecho a decir «es también la mía.»
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Después de esto estuve enfermo en Génova algunas sema¬nas. Siguió luego una melancólica primavera en Roma, donde di mi aceptación a la vida; no fue fácil. En el fondo me disgustaba sobremanera aquel lugar, el más indecoroso de la Tierra para el poeta creador del Zaratustra, y que yo no había escogido voluntariamente; intenté evadirme, quise ir a Aquila, ciudad antítesis de Roma, fundada por hostili¬dad contra Roma, como yo fundaré algún día un lugar, ciudad recuerdo de un ateo y enemigo de la Iglesia comme il faut [como debe ser], de uno de los seres más afines a mí, el gran emperador de la dinastía de Hohenstaufen, Federico II. Pero había una fatalidad en todo esto: tuve que regresar. Final¬mente me di por contento con la piazza Barberini, después de que mi esfuerzo por encontrar un lugar anticristiano hubiera llegado a cansarme. Temo que en una ocasión, para escapar lo más posible a los malos olores, fui a preguntar en el propio palazzo del Quirinale si no tenían una habitación silenciosa para un filósofo. En una loggia situada sobre la mencionada piazza, desde la cual se domina Roma con la vista y se oye allá abajo en el fondo murmurar la fontana, fue compuesta aquella canción, la más solitaria que jamás se ha compuesto, La canción de la noche; por este tiempo rondaba siempre a mi alrededor una melodía indeciblemente melancólica, cuyo estribillo reencontré en las palabras «muerto de inmortalidad.» En el verano, habiendo vuelto al lugar sa¬grado en que había refulgido para mí el primer rayo del pen¬samiento de Zaratustra, encontré el segundo Zaratustra. Diez días bastaron; en ningún caso, ni en el primero, ni en el tercero y ultimo, he empleado más tiempo. Al invierno si¬guiente, bajo el cielo alciónico de Niza, que entonces res¬plandecía por vez primera en mi vida, encontré el tercer Za¬ratustra y había concluido. Apenas un año, calculando en conjunto. Muchos escondidos rincones y alturas del paisaje de Niza se hallan santificados para mí por instantes inolvi¬dables; aquel pasaje decisivo que lleva el título «De tablas viejas y nuevas» fue compuesto durante la fatigosísima subi¬da desde la estación al maravilloso y morisco nido de águi¬las que es Eza. La agilidad muscular era siempre máxima en mí cuando la fuerza creadora fluía de manera más abundan¬te. El cuerpo está entusiasmado: dejemos fuera el «alma.» A menudo la gente podía verme bailar; sin noción siquiera de cansancio podía yo entonces caminar siete, ocho horas por los montes. Dormía bien, reía mucho, poseía una robustez y una paciencia perfectas.
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Prescindiendo de estas obras de diez días, los años del Zara¬tustra y sobre todo los siguientes representaron un estado de miseria sin igual. Se paga caro el ser inmortal: se muere a causa de ello varias veces durante la vida. Hay algo que yo denomino la rancune [rencor] de lo grande: todo lo grande, una obra, una acción, se vuelve, inmediatamente de acaba¬da, contra quien la hizo. Éste se encuentra entonces débil jus¬to por haberla hecho, no soporta ya su acción, no la mira ya a la cara. Tener detrás de sí algo que jamás fue licito que¬rer, algo a lo que está atado el nudo del destino de la huma¬nidad ¡y tenerlo ahora encima de sí! Casi aplasta. ¡La rancune [rencor] de lo grande! Una segunda cosa es el es¬pantoso silencio que se oye alrededor. La soledad tiene siete pieles; nada pasa ya a través de ellas. Se va a los hombres, se saluda a los amigos: nuevo desierto, ninguna mirada saluda ya. En el mejor de los casos, una especie de rebelión. Tal re¬belión la advertí yo en grados muy diversos, pero en casi todo el mundo que se hallaba cerca de mí; parece que nada ofende más hondo que el hacer notar de repente una distan¬cia, las naturalezas aristocráticas, que no saben vivir sin venerar, son escasas. Una tercera cosa es la absurda irrita¬bilidad de la piel a las pequeñas picaduras, una especie de desamparo ante todo lo pequeño. Esto me parece estar con¬dicionado por el inmenso derroche de todas las energías de¬fensivas que cada acción creadora, cada acción nacida de lo más propio, de lo más íntimo, de lo más profundo, tiene como presupuesto. Las pequeñas capacidades defensivas quedan de este modo en suspenso, por así decirlo: ya no afluye a ellas fuerza alguna. Me atrevo a sugerir que uno di¬giere peor, se mueve a disgusto, está demasiado expuesto a sentimientos de escalofrío, incluso a la desconfianza, a la desconfianza, que es en muchos casos un mero error etioló¬gico. Hallándome en un estado semejante, yo advertí en una ocasión la proximidad de un rebaño de vacas, antes de ha¬berlo visto, por el retorno de pensamientos más suaves, más humanitarios: aquello tiene en sí calor.
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Esta obra ocupa un lugar absolutamente aparte. Dejemos de lado a los poetas: acaso nunca se haya hecho nada desde una sobreabundancia igual de fuerzas. Mi concepto de lo «dioni¬siaco» se volvió aquí acción suprema; medido por ella, todo el resto del obrar humano aparece pobre y condicionado. Decir que un Goethe, un Shakespeare no podrían respirar un solo instante en esta pasión y esta altura gigantescas, de¬cir que Dante, comparado con Zaratustra, es meramente un creyente y no alguien que crea por vez primera la verdad, un espíritu que gobierna el mundo, un destino, decir que los poetas del Veda son sacerdotes y ni siquiera dignos de desa¬tar las sandalias de un Zaratustra, todo eso es lo mínimo que puede decirse y no da idea de la distancia, de la soledad azul en que esta obra vive. Zaratustra tiene eterno derecho a decir: «Yo trazo en torno a mí círculos y fronteras sagradas; cada vez es menor el número de quienes conmigo suben hacia montañas cada vez más altas, yo construyo una cordi¬llera con montañas más santas cada vez.» Súmense el espí¬ritu y la bondad de todas las almas grandes: todas juntas no estarían en condiciones de producir un discurso de Zaratus¬tra. Inmensa es la escala por la que él asciende y desciende; ha visto más, ha querido más, ha podido más que cualquier otro hombre. Este espíritu, el más afirmativo de todos, con¬tradice con cada una de sus palabras; en él todos los opuestos se han juntado en una unidad nueva. Las fuerzas más altas y más bajas de la naturaleza humana, lo más dulce, ligero y terri¬ble brota de un manantial único con inmortal seguridad. Has¬ta ese momento no se sabe lo que es altura, lo que es profundi¬dad, y menos todavía se sabe lo que es verdad. No hay, en esta revelación de la verdad, un solo instante que hubiera sido ya anticipado, adivinado por alguno de los más grandes. Antes del Zaratustra no existe ninguna sabiduría, ninguna investi¬gación de las almas, ningún arte de hablar: lo más próximo, lo más cotidiano, habla aquí de cosas inauditas. La sentencia temblando de pasión; la elocuencia hecha música; rayos arro¬jados anticipadamente hacia futuros no adivinados antes. La más poderosa fuerza para el símbolo existida con anteriori¬dad resulta pobre y un mero juego frente a este retorno del lenguaje a la naturaleza de la figuración. ¡Y cómo desciende Zaratustra y dice a cada uno lo más benigno! ¡Cómo él mismo toma con manos delicadas a sus contradictores, los sacerdo¬tes, y sufre con ellos a causa de ellos! Aquí el hombre está superado en todo momento, el concepto de «superhombre» se volvió aquí realidad suprema, en una infinita lejanía, por de¬bajo de él, yace todo aquello que hasta ahora se llamó grande en el hombre. Lo alciónico, los pies ligeros, la omnipresencia de maldad y arrogancia, y todo lo demás que es típico del tipo Zaratustra, jamás se soñó que eso fuera esencial a la grande¬za. Justo en esa amplitud de espacio, en esa capacidad de acce¬der a lo contrapuesto, siente Zaratustra que él es la especie más alta de todo lo existente, y cuando se oye cómo la define, hay que renunciar a buscar algo semejante.
el alma que posee la escala más larga y que más profundo puede descender,
el alma más vasta, la que más lejos puede correr y errar y vagar dentro de sí,
la más necesaria, que por placer se precipita en el azar,
el alma que es, y se sumerge en el devenir, la que posee, y quiere sumergirse en el querer y desear,
la que huye de sí misma, que a sí misma se da alcance en los círcu¬los más amplios,
el alma más sabia, a quien más dulcemente habla la necedad,
la que más se ama a sí misma, en la que todas las cosas tienen su corriente y su contracorriente, su flujo y su reflujo.
Pero esto es el concepto mismo de Dioniso. Otra considera¬ción conduce a idéntico resultado. El problema psicológico del tipo de Zaratustra consiste en cómo aquel que niega con pala¬bras, que niega con hechos, en un grado inaudito, todo lo afir¬mado hasta ahora, puede ser a pesar de ello la antítesis de un espíritu de negación; en cómo el espíritu que porta el destino más pesado, una tarea fatal, puede ser, a pesar de ello, el más li¬gero y ultraterreno -Zaratustra es un danzarín; en cómo aquel que posee la visión más dura, más terrible de la realidad, aquel que ha pensado el «pensamiento más abismal», no en¬cuentra en sí, a pesar de todo, ninguna objeción contra el exis¬tir y ni siquiera contra el eterno retorno de éste, antes bien, una razón más para ser él mismo el sí eterno dicho a todas las cosas, «el inmenso e ilimitado decir sí y amén.» «A todos los abismos llevo yo entonces, como una bendición, mi decir sí.» Pero esto es, una vez más, el concepto de Dioniso.
7
¿Qué lenguaje hablará tal espíritu cuando hable él solo consigo mismo? El lenguaje del ditirambo. Yo soy el inventor del ditirambo. Óigase cómo Zaratustra habla consigo mis¬mo antes de la salida del sol (111,18): tal felicidad de esmeral¬da, tal divina ternura no la poseyó antes de mí lengua alguna. Aun la más honda melancolía de este Dioniso se torna diti¬rambo; tomo como signo La canción de la noche, el inmortal lamento de estar condenado, por la sobreabundancia de luz y de poder, por la propia naturaleza solar, a no amar.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y tam¬bién mi alma es un surtidor.
Es de noche: sólo ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
En mí hay algo insaciado, insaciable, que quiere hablar. En mí hay un ansia de amor que habla asimismo el lenguaje del amor.
Luz soy yo: ¡ay, si fuera noche! Pero ésta es mi soledad, el estar circundado de luz.
¡Ay, si yo fuese oscuro y nocturno! ¡Cómo iba a sorber los pechos de la luz!
¡Y aun a vosotras iba a bendecios, a vosotras estrellitas cente¬lleantes y gusanos relucientes allá arriba! - y a ser dichoso por vues¬tros regalos de luz.
Pero yo vivo dentro de mi propia luz, yo reabsorbo en mí todas las llamas que de mí salen.
No conozco la felicidad del que toma; y a menudo he soñado que robar tiene que ser aún más dichoso que tomar.
Ésta es mi pobreza, el que mi mano no descansa nunca de dar; ésta es mi envidia, el ver ojos expectantes y las despejadas noches del anhelo.
¡Oh desventura de todos los que regalan! ¡Oh eclipse de mi sol! ¡Oh ansia de ansiar! ¡Oh hambre ardiente en la saciedad!
Ellos toman de mí: ¿pero toco yo siquiera su alma? Un abismo hay entre tomar y dar: el abismo más pequeño es el más difícil de salvar.
Un hambre brota de mi belleza: daño quisiera causar a quienes ilumino, saquear quisiera a quienes colmo de regalos: - tanta es mi hambre de maldad.
Retirar la mano cuando ya otra mano se extiende hacia ella; se¬mejante a la cascada, que sigue vacilando en su caída: tanta es mi hambre de maldad.
Tal venganza se imagina mi plenitud; tal perfidia mana de mi so¬ledad.
¡Mi felicidad en regalar ha muerto a fuerza de regalar, mi virtud se ha cansado de sí misma por su sobreabundancia!
Quien siempre regala corre peligro de perder el pudor; a quien siempre distribuye fórmasele, a fuerza de distribuir, callos en las manos y en el corazón.
Mis ojos ya no se llenan de lágrimas ante la vergüenza de los que piden; mi mano se ha vuelto demasiado dura para el temblar de manos llenas.
¿Adónde se fueron la lágrima de mi ojo y el plumón de mi cora¬zón? ¡Oh soledad de todos los que regalan! ¡Oh taciturnidad de to¬dos los que brillan!
Muchos soles giran en el espacio desierto: a todo lo que es oscuro háblanle con su luz, - para mí callan.
Oh, ésta es la enemistad de la luz contra lo que brilla, el recorrer despiadada sus órbitas.
Injusto en lo más hondo de su corazón contra lo que brilla: frío para con los soles, - así camina cada sol.
Semejantes a una tempestad recorren los soles sus órbitas, ése es su caminar, siguen su voluntad inexorable, ésa es su frialdad.
¡Oh, sólo vosotros los oscuros, los nocturnos, sacáis calor de lo que brilla! ¡Oh, sólo vosotros bebéis leche y consuelo de las ubres de la luz!
¡Ay, hielo hay a mi alrededor, mi mano se abrasa al tocar lo hela¬do! ¡Ay, en mí hay sed, que desfallece por vuestra sed!
Es de noche: ¡ay, que yo tenga que ser luz! ¡Y sed de lo nocturno! ¡Y soledad!
Es de noche: ahora, cual una fuente, brota de mí mi deseo, - ha¬blar es lo que deseo.
Es de noche: ahora hablan más fuerte todos los surtidores. Y también mi alma es un surtidor.
Es de noche: ahora se despiertan todas las canciones de los amantes. Y también mi alma es la canción de un amante.
8
Nada igual se ha compuesto nunca, ni sentido nunca, ni su¬frido nunca: así sufre un dios, un Dioniso. La respuesta a este ditirambo del aislamiento solar en la luz sería Ariadna... ¡Quién sabe, excepto yo, qué es Ariadna! De todos estos enigmas nadie tuvo hasta ahora la solución, dudo que al¬guien viera siquiera aquí nunca enigmas. - Zaratustra defi¬ne en una ocasión su tarea –es también la mía– con tal rigor que no podemos equivocarnos sobre el sentido: dice sí hasta llegar a la justificación, hasta llegar incluso a la redención de todo lo pasado.
Yo camino entre los hombres como entre los fragmentos del futuro: de aquel futuro que yo contemplo.
Y todos mis pensamientos y deseos tienden a pensar y reunir en unidad lo que es fragmento y enigma y espantoso azar.
¡Y cómo soportaría yo ser hombre si el hombre no fuese también poeta y adivinador de enigmas y el redentor del azar!
Redimir a los que han pasado, y transformar todo «Fue» en un «Así lo quise yo» ¡sólo eso sería para mí redención!
En otro pasaje define con el máximo rigor posible lo úni¬co que para él puede ser el hombre –no un objeto de amor y mucho menos de compasión– también la gran náusea pro¬ducida por el hombre llegó Zaratustra a dominarla: el hom¬bre es para él algo informe, un simple material, una deforme piedra que necesita del escultor.
¡No-querer-ya y no-estimar-ya y no-crear-ya! ¡Ay, que ese gran can¬sancio permanezca siempre alejado de mí!
También en el conocer yo siento únicamente el placer de mi vo¬luntad de engendrar y devenir; y si hay inocencia en mi conoci¬miento, eso ocurre porque en él hay voluntad de engendrar.
Lejos de Dios y de los dioses me ha atraído esa voluntad; ¡qué ha¬bría que crear si los dioses - existiesen!
Pero hacia el hombre vuelve siempre a empujarme mi ardiente voluntad de crear; así se siente impulsado el martillo hacia la pie¬dra.
¡Ay, hombres, en la piedra dormita para mí una imagen, la ima¬gen de mis imágenes! ¡Ay, que ella tenga que dormir en la piedra más dura, más fea!
Ahora mi martillo se enfurece cruelmente contra su prisión. De la piedra saltan pedazos: ¿qué me importa?
Quiero acabarlo: pues una sombra ha llegado hasta mí ¡la más silenciosa y más ligera de todas las cosas vino una vez a mí!
La belleza del superhombre llegó hasta mí como una sombra. ¡Ay, hermanos míos! ¡Qué me importan ya los dioses!
Destaco un último punto de vista: el verso subrayado da pretexto a ello. Para una tarea dionisiaca la dureza del mar¬tillo, el placer mismo de aniquilar forman parte de manera decisiva de las condiciones previas. El imperativo «¡Endure¬ceos!», la más honda certeza de que todos los creadores son duros, es el auténtico indicio de una naturaleza dionisiaca.
Más allá del bien y del mal
Preludio de una filosofia del futuro
1
La tarea de los años siguientes estaba ya trazada de la mane¬ra más rigurosa posible. Después de haber quedado resuelta la parte de mi tarea que dice sí le llegaba el turno a la otra mitad, que dice no, que hace no: la transvaloración misma de los valores anteriores, la gran guerra, el conjuro de un día de la decisión. Aquí está incluida la lenta mirada alrededor en busca de seres afines, de seres que desde una situación fuerte me ofrecieran la mano para aniquilar. A partir de ese momento todos mis escritos son anzuelos: ¿entenderé yo acaso de pescar con anzuelo mejor que nadie? Si nada ha picado, no es mía la culpa. Faltaban los peces.
2
Este libro (1886) es en todo lo esencial una crítica de la mo¬dernidad, no excluidas las ciencias modernas, las artes mo¬dernas, ni siquiera la política moderna, y ofrece a la vez in¬dicaciones de un tipo antitético que es lo menos moderno posible, un tipo aristocrático, un tipo que dice sí. En este úl¬timo sentido el libro es una escuela del gentilhomme [gentil¬hombre], entendido este concepto de manera más espiritual y más radical de lo que nunca hasta ahora lo ha sido. Es ne¬cesario tener coraje en el cuerpo aun sólo para soportarlo, es necesario no haber aprendido a tener miedo. Todas las co¬sas de que nuestra época está orgullosa son sentidas como contradicción respecto a ese tipo, casi como malos modales, así por ejemplo la famosa «objetividad», la «compasión por todos los que sufren», el «sentido histórico» con su servilis¬mo respecto al gusto ajeno, con su arrastrarse ante petits faits [hechos pequeños], el «cientificismo». Si se tiene en cuenta que el libro viene después del Zaratustra, se adivinará también quizá el régime [régimen] dietético a que debe su nacimiento. El ojo, malacostumbrado por una enorme coer¬ción a mirar lejos -Zaratustra ve aún más lejos que el Zar-, es aquí forzado a captar con agudeza lo más cercano, nuestra época, lo que nos rodea. Se encontrará en todo el libro, sobre todo también en la forma, idéntico alejamiento voluntario de aquellos instintos que hicieron posible un Zaratustra. El refinamiento en la forma, en la intención, en el arte de callar, ocupa el primer plano, la sicología es manejada con una dureza y una crueldad declaradas, el libro carece de toda palabra benévola. Todo esto recrea: ¿quién adivina, en últi¬mo término, qué especie de recreación se hace necesaria tras un derroche tal de bondad como es el Zaratustra? Dicho teo¬lógicamente, –préstese atención, pues raras veces hablo yo como teólogo– fue Dios mismo quien, al final de su jornada de trabajo, se tendió bajo el árbol del conocimiento en for¬ma de serpiente: así descansaba de ser Dios... Había hecho todo demasiado bello. El diablo es sencillamente la ociosi¬dad de Dios cada siete días.
Genealogía de la moral
Un escrito polémico
Los tres tratados de que se compone esta Genealogía son acaso, en punto a expresión, intención y arte de la sorpresa, lo más inquietante que hasta el momento se ha escrito. Dio¬niso es también, como se sabe, el dios de las tinieblas. Siempre hay un comienzo que debe inducir a error, un co¬mienzo frío, científico, incluso irónico, intencionadamente situado en primer plano, intencionadamente demorado. Poco a poco, más agitación; relámpagos aislados; desde lejos se hacen oír con un sordo gruñido verdades muy desagrada¬bles, hasta que finalmente se alcanza un tempo feroce [rit¬mo feroz], en el que todo empuja hacia delante con enorme tensión. Al final, cada una de las veces, entre detonaciones completamente horribles, una nueva verdad se hace visible entre espesas nubes. La verdad del primer tratado es la sicología del cristianismo: el nacimiento del cristianismo del espíritu del resentimiento, no del «espíritu», como de ordi¬nario se cree, un anti-movimiento por su esencia, la gran rebelión contra el dominio de los valores aristocráticos. El segundo tratado ofrece la sicología de la conciencia: ésta no es, como se cree de ordinario, «la voz de Dios en el hombre», es el instinto de la crueldad, que revierte hacia atrás cuando ya no puede seguir desahogándose hacia fuera. La cruel¬dad, descubierta aquí por vez primera como uno de los más antiguos trasfondos de la cultura, con el que no es posible dejar de contar. El tercer tratado da respuesta a la pregunta de dónde procede el enorme poder del ideal ascético, del ideal sacerdotal, a pesar de ser éste el ideal nocivo par exce¬llence, una voluntad de final, un ideal de décadence. Res¬puesta: no porque Dios esté actuando detrás de los sacerdo¬tes, como se cree de ordinario, sino faute de mieux [a falta de algo mejor], porque ha sido hasta ahora el único ideal, porque no ha tenido ningún competidor. «Pues el hombre prefiere querer incluso la nada a no querer»... Sobre todo, faltaba un contraideal, hasta Zaratustra. Se me ha enten¬dido. Tres decisivos trabajos preliminares de un psicólogo para una transvaloración de todos los valores. Este libro contiene la primera sicología del sacerdote.
Crepúsculo de los ídolos
Cómo se filosofa con el martillo
1
Este escrito, que no llega siquiera a las ciento cincuenta pá¬ginas, de tono alegre y fatal, un demón que ríe, obra de tan pocos días que vacilo en decir su número, es la excepción en absoluto entre libros: no hay nada más sustancioso, más in¬dependiente, más demoledor, más malvado. Si alguien quiere formarse brevemente una idea de cómo, antes de mí, todo se hallaba cabeza abajo, empiece por este escrito. Lo que en el título se denomina ídolo es sencillamente lo que hasta ahora fue llamado verdad. Crepúsculo de los ídolos, di¬cho claramente: la vieja verdad se acerca a su final.
2
No existe ninguna realidad, ninguna «idealidad» que no sea tocada en este escrito (tocada: ¡qué eufemismo tan cir¬cunspecto!...). No sólo los ídolos eternos, también los más recientes, en consecuencia los más seniles. Las «ideas mo¬dernas», por ejemplo. Un gran viento sopla entre los árboles y por todas partes caen al suelo frutos, verdades. Hay en ello el derroche propio de un otoño demasiado rico: se tro¬pieza con verdades, incluso se aplasta alguna de ellas con los pies; hay demasiadas... Pero lo que se acaba por co¬ger en las manos no es ya nada problemático, son deci¬siones. Yo soy el primero en tener en mis manos el metro para medir «verdades», yo soy el primero que puedo deci¬dir. Como si en mí hubiese surgido una segunda concien¬cia, como si en mí «la voluntad» hubiera encendido una luz sobre la pendiente por la que hasta ahora se descendía. La pendiente, se la llamaba el camino hacia la «verdad». Ha acabado todo «impulso oscuro», precisamente el hombre bueno era el que menos conciencia tenía del camino rec¬to. Y con toda seriedad, nadie conocía antes de mí el ca¬mino recto, el camino hacia arriba: sólo a partir de mí hay de nuevo esperanzas, tareas, caminos que trazar a la cultura; yo soy su alegre mensajero. Cabalmente por ello soy también un destino.
3
Inmediatamente después de acabar la mencionada obra, y sin perder un solo día, acometí la ingente tarea de la transva¬loración, con un soberano sentimiento de orgullo a que nada se equipara, cierto en todo momento de mi inmortalidad y grabando signo tras signo en tablas de bronce, con la segu¬ridad propia de un destino. El prólogo es del 3 de septiembre de 1888: cuando aquella mañana, tras haberlo redactado, salí al aire libre, me encontré con el día más hermoso que la Alta Engadina me ha mostrado jamás: transparente, de co¬lores encendidos, conteniendo en sí todos los contrastes, to¬dos los grados intermedios entre el hielo y el sur. Hasta el 20 de septiembre no dejé Sils-Maria, retenido por unas inundaciones, siendo al final el único huésped de ese lugar maravilloso, al que mi agradecimiento quiere otorgar el re¬galo de un nombre inmortal. Tras un viaje lleno de inciden¬cias, en que incluso mi vida corrió peligro en el inundado Como, donde no entré hasta muy entrada la noche, llegué en la tarde del día 21 a Turín, mi lugar probado, mi residencia a partir de entonces. Tomé de nuevo la misma habitación que había ocupado durante la primavera, via Carlo Alberto 6, III, frente al imponente palazzo Carignano, en el que nació Vittorio Emanuele, con vistas a la piazza Carlo Alberto y, por encima de ella, a las colinas. Sin titubear y sin dejarme dis¬traer un solo instante me lancé de nuevo al trabajo: quedaba por concluir tan sólo el último cuarto de la obra. El 30 de septiembre, gran victoria, conclusión de la Transvaloración; ociosidad de un dios por las orillas del Po. Todavía ese mismo día escribí el prólogo de Crepúsculo de los ídolos, la corrección de cuyas galeradas había constituido mi recrea¬ción en septiembre. No he vivido jamás un otoño semejan¬te ni tampoco he considerado nunca que algo así fuera posi¬ble en la Tierra, un Claude Lorrain pensado hasta el infinito, cada día de una perfección idéntica e indómita.
El caso Wagner
Un problema para amantes de la música
1
Para ser justos con este escrito es preciso que el destino de la música nos cause el sufrimiento que produce una herida abierta. ¿De qué sufro cuando sufro del destino de la músi¬ca? De que la música ha sido desposeída de su carácter trans¬figurador del mundo, de su carácter afirmador, de que es música de décadence y ha dejado de ser la flauta de Dioniso. Pero suponiendo que se sienta de ese modo la causa de la música como causa propia, como historia del sufrimiento propio, se encontrará este escrito lleno de deferencias y so¬bremanera suave. En tales casos el conservar la jovialidad y el burlarse bondadosamente de sí mismo “ridendo dicere se¬verum” [decir cosas severas riendo] allí donde el verum di¬cere [decir la verdad] justificaría todas las durezas es el hu¬manitarismo en persona. ¿Quién duda verdaderamente de que yo, como viejo artillero que soy, me encuentro en situa¬ción de disparar contra Wagner mi artillería pesada? Todo lo decisivo en este asunto lo retuve dentro de mí, he amado a Wagner. En definitiva, al sentido y al camino de mi tarea corresponde un ataque a un «desconocido» más sutil, que otro difícilmente adivinaría –oh, yo tengo que desenmasca¬rar a otros «desconocidos» completamente distintos y no a un Cagliostro de la música–, aún más, y ciertamente, un ataque a la nación alemana, que cada vez se vuelve más pe¬rezosa, más pobre de instintos en las cosas del espíritu, más honorable, nación que con un envidiable apetito continúa alimentándose de antítesis y lo mismo se traga, sin tener di¬ficultades de digestión, la «fe» que el cientificismo, el «amor cristiano» que el antisemitismo, la voluntad de poder (de «Reich») que el évangile des humbles[evangelio de los hu¬mildes]. ¡Ese no tomar partido entre las antítesis! ¡Esa neu¬tralidad y «desinterés» estomacales! Ese sentido justo del paladar alemán, que a todo otorga iguales derechos, que todo lo encuentra sabroso. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas. La última vez que visité Ale¬mania encontré el gusto alemán esforzándose por conce¬der iguales derechos a Wagner y a El trompetero de Säckingen; yo mismo fui testigo personal de cómo en Leipzig, para honrar a uno de los músicos más auténticos y más alemanes, alemán en el viejo sentido de la palabra, no un mero alemán del Reich, el maestro Heinrich Schültz, se fundó una Sociedad Listz, con la finalidad de cultivar y difundir artera música de iglesia. Sin ningún género de duda, los alemanes son idealistas.
2
Pero aquí nada ha de impedirme ponerme grosero y decir¬les a los alemanes unas cuantas verdades duras: ¿quién lo hace si no? Me refiero a su desvergüenza in historicis [en cuestiones históricas]. No es sólo que los historiadores ale¬manes hayan perdido del todo la visión grande de la andadura, de los valores de la cultura, que todos ellos sean bufones de la política (o de la Iglesia): esa visión grande ha sido incluso proscrita por ellos. Es necesario ser primero «alemán», ser «raza», dicen, luego podrá decidirse sobre todos los valores y no-valores in historicis [en cuestiones históricas]. El vocablo «alemán» es un argu¬mento, Deutschland, Deutschland über alles [Alemania, Alemania sobre todo] es un axioma, los germanos son en la historia «el orden moral del mundo»; en relación con el im¬perium romanum [imperio romano] son los depositarios de la libertad, en relación con el siglo XVII son los restau¬radores de la moral, del «imperativo categórico». Existe una historiografía del Reich alemán, existe, incluso, me temo, una historiografía antisemita, existe una historiogra¬fía áulica, y el señor Von Treitschke no se avergüenza. Recientemente un juicio de idiota in historicis [en cuestio¬nes históricas], una frase del esteta suabo Vischer, por fortuna ya difunto, dio la vuelta por los periódicos alema¬nes como una «verdad» a la que todo alemán tenía que decir sí. «El Renacimiento y la Reforma protestante, sólo ambas cosas juntas constituyen un todo –el renacimiento estético y el renacimiento moral». Tales frases acaban con mi pa¬ciencia, y experimento placer, siento incluso como deber el decir de una vez a los alemanes todo lo que tienen ya sobre su conciencia. ¡Todos los grandes crímenes contra la cultura en los últimos cuatro siglos los tienen ellos sobre su concien¬cia! Y siempre por el mismo motivo, por su profundísima cobardía frente a la realidad, que es también la cobardía frente a la verdad, por su falta de veracidad, cosa que en ellos se ha convertido en un instinto, por «idealismo». Los alemanes han hecho perder a Europa la cosecha, el sentido de la última época grande, la época del Renacimiento, en un instante en que un orden superior de los valores, en que los valores aristocráticos, los que dicen sí a la vida, los que ga¬rantizan el futuro, habían llegado a triunfar en la sede de los valores contrapuestos, de los valores de decadencia ¡y hasta en los instintos de los que allí se asentaban! Lutero, esa fatalidad de fraile, restauró la Iglesia y, lo que es mil veces peor, el cristianismo, en el momento en que éste sucumbía. ¡El cristianismo, esa negación de la voluntad de vida hecha religión! Lutero, un fraile imposible, que atacó a la Igle¬sia por motivos de esa su propia «imposibilidad» y –¡en consecuencia!– la restauró. Los católicos tendrían razones para ensalzar a Lutero, para componer obras teatrales en honor de él. Lutero –¡ y el «renacimiento moral»! ¡Al dia¬blo toda sicología!– Sin duda los alemanes son idealistas. Por dos veces, justo cuando con inmensa valentía y venci¬miento de sí mismo se había alcanzado un modo de pensar recto, inequívoco, perfectamente científico, los alemanes han sabido encontrar caminos tortuosos para volver al vie¬jo «ideal», reconciliaciones entre verdad e «ideal», en el fondo fórmulas para tener derecho a rechazar la ciencia, derecho a la mentira. Leibniz y Kant, –¡esos dos máximos obstáculos para la rectitud intelectual de Europa! Finalmente, cuando a caballo entre dos siglos de décadence se dejó ver una forte majeure [fuerza mayor] de genio y volun¬tad, lo bastante fuerte para hacer de Europa una unidad, una unidad política y económica, destinada a gobernar la Tierra, los alemanes, con sus «guerras de liberación», han hecho perder a Europa el sentido, el milagro de sentido que hay en la existencia de Napoleón, con ello tienen sobre su conciencia todo lo que vino luego, todo lo que hoy existe, esa enfermedad y esa sinrazón, las más contrarias a la cul¬tura, que existen, el nacionalismo, esa névrose nationale [neurosis nacional] de la que está enferma Europa, esa perpetuación de los pequeños Estados de Europa, de la pe¬queña política: han hecho perder a Europa incluso su sen¬tido, su razón la han llevado a un callejón sin salida. ¿Conoce alguien, excepto yo, una vía para escapar de él? ¿Una tarea lo suficientemente grande para unir de nuevo a los pueblos?
3
Y en última instancia, ¿por qué no he de manifestar mi sos¬pecha? También en mi caso volverán los alemanes a ensayar todo para que de un destino inmenso nazca un ratón. Hasta ahora se han desacreditado conmigo, dudo que en el futuro vayan a hacerlo mejor. ¡Ay, cuánto deseo ser en esto un mal profeta! Mis lectores y oyentes naturales son ya ahora rusos, escandinavos y franceses, ¿lo serán cada vez más? Los alemanes se hallan inscritos en la historia del conoci¬miento sólo con nombres ambiguos, no han producido nunca más que falsarios «inconscientes» (Fichte, Schelling, Scho¬penhauer, Hegel, Schleiermacher merecen esa palabra, lo mismo que Kant y Leibniz; todos ellos son meros fabrican¬tes de velos (Schleiermacher]): no van a tener nunca el honor de que el primer espíritu íntegro en la historia del es¬píritu, el espíritu en el que la verdad viene a juzgar a los fal¬sarios de cuatro siglos, sea incluido entre los representantes del espíritu alemán. El «espíritu alemán» es mi aire viciado: me cuesta respirar en la cercanía de esa suciedad in psycholo¬gicis [en asuntos psicológicos] convertida en instinto y que se revela en cada palabra, en cada gesto de un alemán. Ellos no han atravesado jamás un siglo XVII de severo examen de sí mismos, como los franceses, un La Rochefoucauld, un Descartes son cien veces superiores en rectitud a los prime¬ros alemanes: no han tenido hasta ahora un solo psicólo¬go. Pero la sicología constituye casi el criterio de la limpieza o suciedad de una raza. Y cuando no se es siquiera limpio, ¿cómo se va a tener profundidad? En el alemán, de un modo semejante a lo que ocurre en la mujer, no se llega nunca al fondo, no lo tiene: eso es todo. Pero no por ello se es ya su¬perficial. Lo que en Alemania se llama «profundo» es ca¬balmente esa suciedad instintiva para consigo mismo de la que acabo de hablar: no se quiere estar en claro acerca de sí mismo. ¿Me sería lícito proponer que se usase la expresión «alemán» como moneda internacional para designar esa de¬pravación psicológica? En este momento, por ejemplo, el emperador alemán afirma que su «deber cristiano» es libe¬rar a los esclavos de África: nosotros los otros europeos lla¬maríamos a esto sencillamente «alemán». ¿Han producido los alemanes un solo libro que tenga profundidad? Incluso se les escapa la noción de lo que en un libro es profundo. He conocido personas doctas que consideraban profundo a Kant; me temo que en la corte prusiana se considere profun¬do al señor Von Treitschke. Y cuando yo he alabado ocasio¬nalmente a Stendhal como psicólogo profundo, me ha ocurri¬do, estando con catedráticos de universidad alemanes, que me han hecho deletrearles el nombre.
4
¿Y por qué no había yo de llegar hasta el final? Me gusta ha¬cer tabla rasa. Forma incluso parte de mi ambición el ser considerado como despreciador par excellence de los alema¬nes. La desconfianza contra el carácter alemán la mani¬festé ya cuando tenía veintisiete años (tercera Intempestiva, p. 71); para mí los alemanes son imposibles. Cuando me imagino una especie de hombre que contradice a todos mis instintos, siempre me sale un alemán. Lo primero que hago cuando «sondeo los riñones» de un hombre es mirar si tiene en el cuerpo un sentimiento para la distancia, si ve en todas partes rango, grado, orden entre un hombre y otro, si distin¬gue: teniendo esto se es gentilhomme [gentilhombre]; en cualquier otro caso se pertenece irremisiblemente al tan magnánimo, ay, tan bondadoso concepto de la canaille [chusma]. Pero los alemanes son canaille ¬¬—¡ay!, son tan bondadosos. Uno se rebaja con el trato con alemanes: el ale¬mán nivela. Si excluyo mi trato con algunos artistas, sobre todo con Richard Wagner, no he pasado ni una sola hora buena con alemanes. Suponiendo que apareciese entre ellos el espíritu más profundo de todos los milenios, cual¬quier salvador del Capitolio opinaría que su muy poco be¬lla alma tendría al menos idéntica importancia. No soporto a esta raza, con quien siempre se está en mala compañía, que no tiene mano para las nuances [matices] —¡ay de mí!, yo soy una nuance—, que no tiene esprit [ligereza] en los pies y ni siquiera sabe caminar. A fin de cuentas, los alemanes carecen en absoluto de pies, sólo tienen piernas. Los alemanes no se dan cuenta de cuán vulgares son, pero esto constituye el su¬perlativo de la vulgaridad, ni siquiera se avergüenzan de ser meramente alemanes. Hablan de todo, creen que ellos son quienes deciden, me temo que incluso han decidido sobre mí. Mi vida entera es la prueba de rigueur [rigurosa] de tales afirmaciones. Es inútil que yo busque en el alemán una señal de tacto, de délicatesse [delicadeza] para conmigo. De judíos, sí la he recibido, pero nunca todavía de alemanes. Mi modo de ser hace que yo sea dulce y benévolo con todo el mundo –tengo derecho a no hacer diferencias–: esto no im¬pide que tenga los ojos abiertos. No hago excepciones con nadie, y mucho menos con mis amigos, ¡espero, en definiti¬va, que esto no haya perjudicado a mi cortesía para con ellos! Hay cinco, seis cosas de las que siempre he hecho cues¬tión de honor. A pesar de ello, es cierto que casi todas las cartas que recibo desde hace años me parecen un cinismo: hay más cinismo en la benevolencia para conmigo que en cualquier odio. A cada uno de mis amigos le echo en cara que jamás ha considerado que mereciese la pena estudiar al¬guno de mis escritos: adivino, por signos mínimos, que ni siquiera saben lo que en ellos se encierra. En lo que se refiere a mi Zaratustra, ¿cuál de mis amigos habrá visto en él algo más que una presunción ilícita, que por fortuna resulta com¬pletamente indiferente? Diez años y nadie en Alemania ha considerado un deber de conciencia el defender mi nombre contra el silencio absurdo bajo el que yacía sepultado; un ex¬tranjero, un danés, ha sido el primero en tener suficiente fi¬nura de instinto y suficiente coraje para indignarse contra mis presuntos amigos. ¿En qué universidad alemana sería posible hoy dar lecciones sobre mi filosofía, como las ha dado en Copenhague durante la última primavera el doctor Georg Brandes, demostrando con ello una vez más ser psi¬cólogo? Yo mismo no he sufrido nunca por nada de esto; lo necesario no me hiere; amor fati [amor al destino] consti¬tuye mi naturaleza más íntima. Pero esto no excluye que me guste la ironía, incluso la ironía de la historia universal. Y así, aproximadamente dos años antes del rayo destructor de la Transvaloración, rayo que hará convulsionarse a la tierra, he dado al mundo El caso Wagner: los alemanes deberían aten¬tar de nuevo inmortalmente contra mí, ¡y eternizarse; ¡toda¬vía hay tiempo para ello! ¿Se ha conseguido esto? ¡Deli¬cioso, señores alemanes! Les doy la enhorabuena. Para que no falten siquiera los amigos, acaba de escribirme una anti¬gua amiga diciéndome que ahora se ríe de mí. Y esto, en un instante en que pesa sobre mí una responsabilidad inde¬cible, en un instante en que ninguna palabra puede ser suficientemente delicada, ninguna mirada suficientemente respetuosa conmigo. Pues yo llevo sobre mis espaldas el des¬tino de la humanidad.
Por qué soy yo un destino
1
Conozco mi suerte. Alguna vez irá unido a mi nombre el re¬cuerdo de algo mostruoso, de una crisis como jamás la hubo antes en la Tierra, de la más profunda colisión de con¬ciencias, de una decisión tomada, mediante un conjuro, con¬tra todo lo que hasta este momento se ha creído, exigido, santificado. Yo no soy un hombre, soy dinamita. Y a pesar de todo esto, nada hay en mí de fundador de una religión; las religiones son asuntos de la plebe, yo siento la necesidad de lavarme las manos después de haber estado en contacto con personas religiosas. No quiero «creyentes», pienso que soy demasiado maligno para creer en mí mismo, no hablo jamás a las masas. Tengo un miedo espantoso de que algún día se me declare santo; se adivinará la razón por la que yo publico este libro antes, tiende a evitar que se cometan abusos con¬migo. No quiero ser un santo, antes prefiero ser un bufón. Quizá sea yo un bufón. Y a pesar de ello, o mejor, no a pe¬sar de ello –puesto que nada ha habido hasta ahora más em¬bustero que los santos–, la verdad habla en mí. Pero mi ver¬dad es terrible: pues hasta ahora se ha venido llamando verdad a la mentira. Transvaloración de todos los valores: ésta es mi fórmula para designar un acto de suprema autog¬nosis de la humanidad, acto que en mí se ha hecho carne y genio. Mi suerte quiere que yo tenga que ser el primer hombre decente, que yo me sepa en contradicción a la men¬dacidad de milenios. Yo soy el primero que ha descubierto la verdad, debido a que he sido el primero en sentir –en oler– la mentira como mentira. Mi genio está en mi na¬riz. Yo contradigo como jamás se ha contradicho y soy, a pesar de ello, la antítesis de un espíritu que dice no. Yo soy un alegre mensajero como no ha habido ningún otro, co¬nozco tareas tan elevadas que hasta ahora faltaba el con¬cepto para comprenderlas; sólo a partir de mí existen de nuevo esperanzas. A pesar de todo esto, yo soy también, necesariamente, el hombre de la fatalidad. Pues cuando la verdad entable lucha con la mentira de milenios tendremos conmociones, un espasmo de terremotos, un desplaza¬miento de montañas y valles como nunca se había soñado. El concepto de política queda entonces totalmente absor¬bido en una guerra de los espíritus, todas las formaciones de poder de la vieja sociedad saltan por el aire; todas ellas se basan en la mentira: habrá guerras como jamás las ha habido en la Tierra. Sólo a partir de mí existe en la Tierra la gran política.
2
¿Se quiere una fórmula de un destino como ése, que se hace hombre? Se encuentra en mi Zaratustra.
-y quien tiene que ser un creador en el bien y en el mal: en verdad, ése tiene que ser antes un aniquilador y quebrantar valores.
Por eso el mal sumo forma parte de la bondad suma: mas ésa es la bondad creadora.
Yo soy, con mucho, el hombre más terrible que ha existido hasta ahora; esto no excluye que yo seré el más benéfico. Co¬nozco el placer de aniquilar en un grado que corresponde a mi fuerza para aniquilar, en ambos casos obedezco a mi naturaleza dionisiaca, la cual no sabe separar el hacer no del decir sí. Yo soy el primer inmoralista, por ello soy el aniquila¬dor par excellence.
3
No se me ha preguntado, pero debería habérseme pregun¬tado qué significa cabalmente en mi boca, en boca del pri¬mer inmoralista, el nombre Zaratustra; pues lo que consti¬tuye la inmensa singularidad de este persa en la historia es justo lo contrario de esto. Zaratustra fue el primero en ad¬vertir que la auténtica rueda que hace moverse a las cosas es la lucha entre el bien y el mal, la trasposición de la mo¬ral a lo metafísico, como fuerza, causa, fin en sí, es obra suya. Mas esa pregunta sería ya, en el fondo, la respuesta. Zaratustra creó ese error, el más fatal de todos, la moral; en consecuencia, también él tiene que ser el primero en reconocerlo. No es sólo que él tenga en esto una experiencia ma¬yor y más extensa que ningún otro pensador –la historia entera constituye, en efecto, la refutación experimental del principio del denominado «orden moral del mundo»–: mayor importancia tiene el que Zaratustra sea más veraz que ningún otro pensador. Su doctrina, y sólo ella, consi¬dera la veracidad como virtud suprema. Esto significa lo contrario de la cobardía del «idealista», que, frente a la rea¬lidad, huye; Zaratustra tiene en su cuerpo más valentía que todos los demás pensadores juntos. Decir la verdad y dis¬parar bien con flechas, ésta es la virtud persa. ¿Se me entiende? La auto-superación de la moral por veracidad, la auto superación del moralista en su antítesis –en mí– es lo que significa en mi boca el nombre Zaratustra.
4
En el fondo, son dos las negaciones que encierra en sí mi pa¬labra inmoralista. Yo niego en primer lugar un tipo de hom¬bre considerado hasta ahora como el tipo supremo, los buenos, los benévolos, los benéficos, yo niego por otro lado una especie de moral que ha alcanzado vigencia y dominio de moral en sí, la moral de la décadence, hablando de ma¬nera más tangible, la moral cristiana. Sería lícito conside¬rar que la segunda contradicción es la decisiva, pues para mí la sobreestimación de la bondad y de la benevolencia es ya, vistas las cosas a grandes rasgos, una consecuencia de la décadence, un síntoma de debilidad, algo incompatible con una vida ascendente y que dice sí: negar y aniquilar son condiciones del decir sí. Voy a detenerme primero en la sicología del hombre bueno. Para estimar lo que vale un tipo de hombre es preciso calcular el precio que cuesta su conservación, es necesario conocer sus condiciones de existencia. La condición de existencia de los buenos es la mentira: dicho de otro modo, el no querer ver a ningún precio cómo está constituida en el fondo la realidad, a sa¬ber, que no lo está de tal modo que constantemente suscite instintos benévolos, y aun menos de tal modo que permita constantemente la intervención de manos miopes y bona¬chonas. Considerar en general los estados de necesidad de toda especie como objeción, como algo que hay que elimi¬nar, es la niaiserie par excellence [máxima estupidez]; es, vistas las cosas en conjunto, una verdadera desgracia en sus consecuencias, un destino de estupidez, casi tan estú¬pido como sería la voluntad de eliminar el mal tiempo, por compasión, por ejemplo, por la pobre gente. En la gran economía del todo los elementos terribles de la reali¬dad (en los afectos, en los apetitos, en la voluntad de po¬der) son inconmensurablemente más necesarios que aque¬lla forma de pequeña felicidad denominada «bondad»; hay que ser incluso indulgente para conceder en absoluto un puesto a esta última, ya que se halla condicionada por la mendacidad del instinto. Tendré una gran ocasión de de¬mostrar las consecuencias desmesuradamente funestas que el optimismo, ese engendro de los homines optimi [hombres mejores entre todos], ha tenido para la historia entera. Zaratustra, el primero en comprender que el opti¬mista es tan décadent como el pesimista, y tal vez más noci¬vo, dice: Los hombres buenos no dicen nunca la verdad. Fal¬sas costas y falsas seguridades os han enseñado los buenos: en mentiras de los buenos habéis nacido y habéis estado co¬bijados. Todo está falseado y deformado hasta el fondo por los buenos. Por fortuna no está el mundo construido so¬bre instintos tales que cabalmente sólo el bonachón animal de rebaño encuentre en él su estrecha felicidad; exigir que todo se convierta en «hombre bueno», animal de rebaño, ojiazul, benévolo, «alma bella» o altruista, como lo desea el señor Herbert Spencer, significaría privar al existir de su carácter grande, significaría castrar a la humanidad y redu¬cirla a una mísera chinería. ¡Y se ha intentado hacer eso!... Precisamente a eso se lo ha denominado moral... En este sentido Zaratustra llama a los buenos unas veces «los últi¬mos hombres» y otras el «comienzo del final»; sobre todo, los considera como la especie más nociva de hombre, por¬que imponen su existencia tanto a costa de la verdad como a costa del futuro. Los buenos, en efecto, -no pueden crear. son siempre el comienzo del final, crucifican a quien escribe nuevos valores sobre nuevas tablas, sa¬crifican el futuro a sí mismos, ¡crucifican todo el futuro de los hombres! Los buenos han sido siempre el comienzo del final. Y sean cuales sean los daños que los calumniadores del mundo ocasionen: ¡el daño de los buenos es el daño más dañino de todos!
5
Zaratustra, primer psicólogo de los buenos, es –en conse¬cuencia– un amigo de los malvados. Si una especie decadente de hombre ascendió al rango de especie suprema, eso sólo fue posible a costa de la especie opuesta a ella, de la especie fuerte y vitalmente segura de hombre. Si el animal de rebaño brilla en el resplandor de la virtud más pura, el hombre de excep¬ción tiene que haber sido degradado a la categoría de malva¬do. Si la mendacidad reclama a toda costa, para su óptica, la palabra «verdad», al auténticamente veraz habrá que encon¬trarlo entonces bajo los peores nombres. Zaratustra no deja aquí duda alguna: dice que el conocimiento de los buenos, de los «mejores», ha sido precisamente lo que le ha produci¬do horror por el hombre en cuanto tal; esta repulsión le ha hecho crecer las alas para «alejarse volando hacia futuros re¬motos», no oculta que su tipo de hombre, un tipo relati¬vamente sobrehumano, es sobrehumano cabalmente en re¬lación con los buenos, que los buenos y justos llamarán demonio a su superhombre.
“¡Vosotros los hombres supremos con que mis ojos tropezaron! Ésta es mi duda respecto a vosotros y mi secreto reír: ¡apuesto a que a mi superhombre lo llamaríais - demonio! ¡Tan extraños sois a lo grande en vuestra alma que el superhombre os resultará temible en su bondad!”
De este pasaje, y no de otro, hay que partir para compren¬der lo que Zaratustra quiere: esa especie de hombre concebi¬da por él concibe la realidad tal como ella es: es suficiente¬mente fuerte para hacerlo, no es una especie de hombre extrañada, alejada de la realidad, es la realidad misma, en¬cierra todavía en sí todo lo terrible y problemático de ésta, sólo así puede el hombre tener grandeza.
6
Pero también en otro sentido diferente he escogido para mí la palabra “inmoralista” como distintivo, como emblema de honor; estoy orgulloso de tener esa palabra para distin¬guirme de la humanidad entera. Nadie ha sentido todavía la moral cristiana como algo situado por debajo de sí: para ello se necesitaban una altura, una perspectiva, una profundidad y una hondura psicológicas totalmente inauditas hasta aho¬ra. La moral cristiana ha sido hasta este momento la Circe de todos los pensadores; éstos se hallaban a su servicio. ¿Quién, antes de mí, ha penetrado en las cavernas de las que brota el venenoso aliento de esa especie de ideal -¡la difama¬ción del mundo!? ¿Quién se ha atrevido siquiera a suponer que son cavernas? ¿Quién, antes de mí, ha sido entre los filó¬sofos psicólogo y no más bien lo contrario de éste, «farsante superior», «idealista»? Antes de mí no ha habido en absoluto sicología. Ser en esto el primero puede ser una maldición, es en todo caso un destino: pues se es también el primero en despreciar. La náusea por el hombre es mi peligro.
7
¿Se me ha entendido? Lo que me separa, lo que me pone aparte de todo el resto de la humanidad es el haber descu¬bierto la moral cristiana. Por eso necesitaba yo una palabra que tuviese el sentido de un reto lanzado a todos. No haber abierto antes los ojos en este asunto representa para mí la más grande suciedad que la humanidad tiene sobre la con¬ciencia, un autoengaño convertido en instinto, una voluntad de no ver, por principio, ningún acontecimiento, ninguna causalidad, ninguna realidad, un fraude in psychologicis [en cuestiones psicológicas] que llega a ser un crimen. La cegue¬ra respecto al cristianismo es el crimen par excellence, el cri¬men contra la vida. Los milenios, los pueblos, los prime¬ros y los últimos, los filósofos y las mujeres viejas –exceptuados cinco, seis instantes de la historia, yo como séptimo–, to¬dos ellos son, en este punto, dignos unos de otros. El cristia¬no ha sido hasta ahora el «ser moral», una curiosidad sin igual y en cuanto «ser moral» ha sido más absurdo, más mendaz, más vano, más frívolo, más perjudicial a sí mismo que cuanto podría haber soñado el más grande despreciador de la humanidad. La moral cristiana, la forma más maligna de la voluntad de mentira, la auténtica Circe de la humani¬dad: lo que la ha corrompido. Lo que a mí me espanta en este espectáculo no es el error en cuanto error, ni la milenaria falta de «buena voluntad», de disciplina, de decencia, de va¬lentía en las cosas del espíritu, manifestada en la historia de aquél: ¡es la falta de naturaleza, es el hecho absolutamente horripilante de que la antinaturaleza misma, considerada como moral, haya recibido los máximos honores y haya es¬tado suspendida sobre la humanidad como ley, como impe¬rativo categórico! ¡Equivocarse hasta ese punto, no como individuo, no como pueblo, sino como humanidad! Que se aprendiese a despreciar los instintos primerísimos de la vida; que se fingiese mentirosamente un «alma», un «espíri¬tu», para arruinar el cuerpo; que se aprendiese a ver una cosa impura en el presupuesto de la vida, en la sexualidad; que se buscase el principio del mal en la más honda necesidad de desarrollarse, en el egoísmo riguroso (¡ya la pala¬bra misma es una calumnia!); que, por el contrario, se vie¬se el valor superior, ¡qué digo!, el valor en sí, en los signos típicos de la decadencia y de la contradicción a los instintos, en lo «desinteresado», en la pérdida del centro de gravedad, en la «despersonalización» y «amor al prójimo» (¡vicio del próji¬mo!). ¡Cómo! ¿La humanidad misma estaría en décadence? ¿Lo ha estado siempre? Lo que es cierto es que se le han en¬señado como valores supremos únicamente valores de déca¬dence. La moral de la renuncia a sí mismo es la moral de de¬cadencia par excellence, el hecho «yo perezco» traducido en el imperativo: «todos vosotros debéis perecer» ¡y no sólo en el imperativo! Esta única moral enseñada hasta aho¬ra, la moral de la renuncia a sí mismo, delata una voluntad de final, niega en su último fundamento la vida. Aquí quedaría abierta la posibilidad de que estuviese degenerada no la hu¬manidad, sino sólo aquella especie parasitaria de hombre, la del sacerdote, que con la moral se ha elevado a sí mismo frau¬dulentamente a la categoría de determinante del valor de la humanidad, especie de hombre que vio en la moral cristiana su medio para llegar al poder. Y de hecho, ésta es mi visión: los maestros, los guías de la humanidad, todos ellos teólogos, fueron todos ellos también décadents: de ahí la transvalora¬ción de todos los valores en algo hostil a la vida, de ahí la mo¬ral. Definición de la moral: moral - la idiosincrasia de déca¬dents, con la intención oculta de vengarse de la vida, y con éxito. Doy mucho valor a esta definición.
8
¿Se me ha entendido? No he dicho aquí ni una palabra que no hubiese dicho hace ya cinco años por boca de Zara¬tustra. El descubrimiento de la moral cristiana es un acon¬tecimiento que no tiene igual, una verdadera catástrofe. Quien hace luz sobre ella es una force majeure [fuerza mayor], un destino, divide en dos partes la historia de la humanidad. Se vive antes de él, se vive después de él. El rayo de la verdad cayó precisamente sobre lo que más alto se en¬contraba hasta ahora: quien entiende qué es lo que aquí ha sido aniquilado examine si todavía le queda algo en las manos. Todo lo que hasta ahora se llamó «verdad» ha sido reco¬nocido como la forma más nociva, más pérfida, más subte¬rránea de la mentira; el sagrado pretexto de «mejorar» a la humanidad, reconocido como el ardid para chupar la sangre a la vida misma, para volverla anémica. Moral como vampi¬rismo. Quien descubre la moral ha descubierto también el no-valor de todos los valores en que se cree o se ha creído; no ve ya algo venerable en los tipos de hombre más venerados e incluso proclamados santos, ve en ellos la más fatal especie de engendros, fatales porque han fascinado. ¡El concepto «Dios», inventado como concepto antitético de la vida en ese concepto, concentrado en horrorosa unidad todo lo no¬civo, envenenador, difamador, la entera hostilidad a muerte contra la vida! ¡El concepto «más allá», «mundo verdadero», inventado para desvalorizar el único mundo que existe para no dejar a nuestra realidad terrenal ninguna meta, ninguna razón, ninguna tarea! ¡El concepto «alma», «espíri¬tu», y por fin incluso «alma inmortal», inventado para despreciar el cuerpo, para hacerlo enfermar –hacerlo «san¬to»–, para contraponer una ligereza horripilante a todas las cosas que merecen seriedad en la vida, a las cuestiones de alimentación, vivienda, dieta espiritual, tratamiento de los enfermos, limpieza, clima! ¡En lugar de la salud, la «salva¬ción del alma» es decir, una folie circulaire [locura circu¬lar] entre convulsiones de penitencia e histerias de reden¬ción! ¡El concepto «pecado», inventado, juntamente con el correspondiente instrumento de tortura, el concepto «vo¬luntad libre», para extraviar los instintos, para convertir en una segunda naturaleza la desconfianza frente a ellos! ¡En el concepto de «desinteresado», de «negador de sí mismo», el auténtico indicio de décadence, el quedar seducido por lo no¬civo, el ser incapaz ya de encontrar el propio provecho, la destrucción de sí mismo, convertidos en el signo del valor en cuanto tal, en el «deber», en la «santidad», en lo «divino» del hombre! Finalmente –es lo más horrible– en el concepto de hombre bueno, la defensa de todo lo débil, enfermo, mal constituido, sufriente a causa de sí mismo, de todo aquello que debe perecer, invertida la ley de la selección, convertida en un ideal la contradicción del hombre orgulloso y bien constituido, del que dice sí, del que está seguro del futuro, del que garantiza el futuro hombre que ahora es llamado el malvado. ¡Y todo esto fue creído como moral! - Écrasez Pin¬fáme! [Aplastada la infame].
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¿Se me ha comprendido? - Dioniso contra el Crucificado.
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